Cuando la fe se pierde

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Es necesario desmitificar una creencia, tan vieja como falsa, que les imputa a los países nórdicos de Europa las más altas tasas de suicidio en el mundo. Los argumentos más socorridos para basar esa opinión han sido, primero, que son estados de bienestar cuyos sistemas de seguridad social satisfacen las necesidades básicas de la población, condición que degrada los motivos para empujar la vida; en segundo lugar, que el clima, con temperaturas bajas durante el año, suele alentar estados depresivos. Esas razones pueden ser válidas, no así las supuestas posiciones en el ranking mundial.

La realidad es que, a pesar de mantener tasas de suicidio por encima de la media europea (11 suicidios por cada cien mil habitantes en el 2019), en el mundo hay muchos otros países que han llegado a cuadruplicar los índices escandinavos. Así, mientras Noruega, Suecia y Dinamarca reportaron en el año 2020 tasas de 12.2, 12.48 y 10.44 suicidios por cada cien mil habitantes, respectivamente, países como Guyana, Corea del Sur y Sri Lanka, por citar algunos, tuvieron horrorosos índices de 28.70, 26.70 y 34.90 suicidios por cada cien mil habitantes, respectivamente.

En el caso de Guyana, conocido como el “paraíso suicida”, esa conducta ya tiene rango cultural y según la Organización Mundial de la Salud en el 2019 ese país tuvo 40.3 suicidios por cada cien mil habitantes, solo superado por Lesotho, en África, con 72.4. En esa nación sudamericana la tradición de violencia doméstica, el incesto, el alcoholismo, las exclusiones a la comunidad LGTB y hasta la mitificación del suicidio en las telenovelas procedentes de la India han sido destacados como factores incidentes.

A pesar de ser considerada modelo del éxito capitalista en el sudeste asiático, Corea del Sur, por su parte, concentra regiones rurales de extrema pobreza. El suicidio ha sido una conducta tópica entre los ancianos de esa zona para liberar a su familia de la carga de su sostenimiento, sin estimar que la depresión senil suele agravarse con el abandono de los envejecientes pobres.

La República Dominicana ha tenido una evolución escalonada en tasas de suicidio que van de 3.9 por cada cien mil habitantes en el año 2000 a 4.9 en el 2019, con su punto más alto de 6.4 en los años 2015 y 2016. La principal causa es la depresión, un trastorno del estado de ánimo que produce sentimiento de tristeza, pérdida de interés o placer y, en casos críticos, pensamientos autodestructivos. Afecta a más de 300 millones de personas en el mundo. Es una condición compleja, que responde a diferentes causas: genéticas, ambientales y psicológicas. Es difícil precisar qué proporción de cada causa concurre en un cuadro clínico.

La depresión afecta por igual a niños, adolescentes, adultos y envejecientes. La detección temprana es crucial y debe ser tratada como lo que es: una enfermedad. Llegar a esa comprensión precisa de educación y le ha tomado tiempo a ciertas sociedades alcanzarla por los prejuicios culturales que generalmente encubren la salud mental. Admitir una terapia psicológica o un tratamiento mental sigue siendo un tabú. Todavía hoy hay individuos y familias a los que les avergüenza visitar un siquiatra, situación que suele manejarse con toda discreción.

La incidencia de la depresión entre adolescentes y el incremento de los suicidios en esa etapa responde en gran medida a la desatención de esa condición durante la niñez por no reconocer los síntomas. Muchas veces la falta de concentración, el cansancio físico injustificado, el bajo rendimiento, la irritabilidad, la baja estima y el sueño interrumpido son tempranas alertas que, cuando concurren consistentemente, deberían llamar la atención. Estas actitudes no siempre son “cosas de muchachos”, caprichos o manipulación; pueden ser síntomas de un episodio depresivo inadvertido. Una persona educada en salud mental por lo general acepta su condición sin complejos. Y es que convivir con la depresión debería ser tan normal como tratar una dermatitis. El prejuicio todavía supera a la conciencia. Muchos de los que terminan suicidándose han ocultado su situación.

El incremento del suicidio en segmentos jóvenes de la población plantea un reto de atención pública inaplazable. La salud mental es una de las áreas de menor inversión del Estado. Solo como muestra, según los datos de la Oficina Nacional de Estadísticas, en el 2020 se registraron 597 suicidios, de los cuales el 17.7 % (106) corresponde a jóvenes y adolescentes menores de 19 años; de esos 106, 64 correspondieron a adolescentes de entre 15 y 19 años y 42 a menores de 15 años. Ese aumento ha marcado una peligrosa tendencia. La depresión es un cáncer emocional que corroe con igual voracidad los motivos, la fe y el deseo de vivir. Congela los afectos y hace perder las conexiones con el mundo. Es una prisión mental oscura, fría y desierta dominada por la soledad. Es una muerte interior lenta y angustiosa, que nos niega las razones para sufrirla y luz para entenderla.

Hace unas semanas recibimos una noticia lacerante: una joven abogada de veintiséis años, con una especialidad creo que única en el país (derecho romano) y una prometedora carrera académica, fue hallada en el interior de su carro, que aparcó a orillas del río Amina, Mao, de donde era oriunda. Ingirió intencionalmente una sustancia tóxica. Todavía me hieren fragmentos cortantes de su nota suicida: “… He perdido la fe, aunque te amo y amo a mis hijas, no siento deseos de seguir luchando… no soy capaz de despedirme, pues yo sé que me van a decir lo contrario, no sé gestionar lo que siento, pues yo sé que muchas personas me juzgarán. Mendy encuentra una mujer buena que pueda educar a las niñas contigo. Cuídalas, ellas son tu tesoro más preciado… No les digan a las niñas lo que hice…”

Muchas veces la falta de concentración, el cansancio físico injustificado, el bajo rendimiento, la irritabilidad, la baja estima y el sueño interrumpido son tempranas alertas que, cuando concurren consistentemente, deberían llamar la atención. Por: José Luis Taveras [Diario Libre]