De lobas o prostitutas. La arqueología del origen de Roma

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A cualquier visitante que acuda a los Museos Capitolinos de Roma no le pasarán desapercibidas muchas de las obras de la Antigüedad allí exhibidas, pero seguramente la que más fácilmente reconozca sea la escultura broncínea de la loba amamantando a los gemelos. La pieza está allí desde que el papa Sixto IV la donara en 1471 al Palazzo dei Conservatori. Los dos bebés, como es sabido, son añadidos renacentistas, pero desde hace siglos persiste la creencia de que la escultura de la loba es de factura etrusca y remonta al siglo V a. C. Sin embargo, algunos estudios realizados en los últimos años –con análisis de termoluminiscencia y radiocarbónicos–, han puesto en cuarentena dicha datación y postulan que podría ser mucho más tardía, del siglo XI o XII, aunque no hay consenso generalizado en este dato. De lo que no hay duda es que ya en época romana existieron otras obras artísticas de similares características. A esta loba y por supuesto a los gemelos que salvó se erigieron desde tiempos de la República varias estatuas: al menos una en el foro romano y otra en el Capitolio, además de la que debió de ser la más venerada, una escultura de bronce de estilo arcaico que, según cuenta Dionisio de Halicarnaso, en su día se exhibía en el santuario del Lupercal, en torno a la cueva en la ladera del Palatino en la que se suponía estuvo el cubil del animal, rodeado por un espeso bosque de encinas.

En efecto, la tradición romana fue muy celosa con la leyenda de sus orígenes, y en relatos de historiadores y poetas desfilaron repetidamente las hazañas de figuras como la de Heracles, Eneas o Rómulo en reflejo de otras como las de Atenea, Teseo o Erictonio en la Atenas clásica. De todas formas, por más evocadoras que fueran dichas historias, su carácter fantástico distaba mucho de hacerlas verosímiles, y en la propia Roma hubo quien, como indican Livio o Plutarco, cuestionó la interpretación de algunos aspectos, nada menos que afirmando que la presunta loba no era tal sino que se trataba de una antigua prostituta («lupa» en latín alude tanto a una loba como a una meretriz).

Pero en la lectura historiográfica de las últimas décadas se ha sembrado una duda que ha venido para quedarse, y es que los autores antiguos comenzaron a preguntarse por la remota historia de la urbe solo a partir del siglo III a. C. El debate sobre el origen de Roma como ciudad lleva vigente más de un siglo, y muchos especialistas opinan hoy que la tradición clásica –que situaría a Rómulo y Remo en el siglo VIII a. C.–, corresponde a un discurso fabricado solo entonces –acaso recopilando algunos retazos de antiguas creencias–, pero señalan que no hay evidencias arqueológicas que respalden una génesis tan antigua. Dichas interpretaciones postulan que la verdadera entidad urbana de Roma, con lo que ello comporta a nivel político, no se materializó hasta más adelante, ya en el siglo VII-VI a. C. y coincidiendo con la etapa de la monarquía de los Tarquinios, cuando efectivamente se observan ciertos cambios de envergadura en la ocupación del lugar. Lo cierto es que en este momento es cuando vemos aparecer en Roma las techumbres cubiertas con teja y los espacios monumentales coronados por esculturas de terracota con influencias del arte griego o etrusco, pero también sabemos que las colinas de la urbe fueron ocupadas desde mucho antes por cabañas de barro y techos de paja en las que vivían poblaciones más o menos dispersas cuya organización político-administrativa es difícil de descifrar en base a la cultura material.

Y hay otra vuelta de tuerca. Las afirmaciones sobre el florecimiento tardío de Roma como entidad urbana unitaria contrastan con el carácter más optimista de otras posturas, como las de Carandini y sus colaboradores más estrechos, que han alcanzado cierta repercusión en la opinión pública y que defienden, con una importante base argumental, que sí hubo un «Rómulo» y la ciudad sí se fundó –en su sentido simbólico-religioso, y acaso político– en el siglo VIII a. C., señalando evidencias estructurales sobre edificios y espacios singulares que apuntan a la perduración de ciertos cultos e incluso de tradiciones escritas que lo refrendarían.

Como ocurre a menudo, agotadas las relecturas de los textos clásicos, depositamos nuestras esperanzas en la arqueología, nuestro único medio vivo para recabar más información, pero lo cierto es que la estratigrafía de la Roma de tiempos pretéritos aparece de forma muy parcial, a menudo oculta a varios metros de profundidad y cubierta por siglos de ocupación que dificultan enormemente la lectura de los espacios documentados. La milenaria ciudad eterna no partió de la nada y sí tuvo un origen, pero Roma no se hizo en un día, y habrá que ser paciente para que los datos arqueológicos nos ofrezcan respuestas más contundentes. Por: Gustavo García [El origen de Roma (Desperta Ferro Arqueología e Historia n.º 47), 68 páginas, 7,50 euros. La Razón]