Ha ido todo según lo previsto. Puigdemont se ha vendido. Es cierto que ha armado uno de esos relatos que tanto gustan a algunos políticos para engañar a sus votantes. Lo de remontarse a 1714 confirma que está instalado en los tópicos habituales de los pseudohistoriadores nacionalistas.
Es la habitual empanada mental de los dirigentes de Junts y ERC que se agrava, en su caso, por su escasa formación académica, ya que fue incapaz de acabar una carrera. Esto explica por qué Artur Mas le eligió para que le sucediera. Los seis votos de Puigdemont tienen un precio muy claro que será abonado por Sánchez. Es la amnistía.
El resto del soborno político es un pago en diferido tan difuso como confuso, porque es la proyección de la ignorancia jurídica de Puigdemont y su equipo de asesores aficionados. Un poco más y le tenemos que dar las gracias por su magnanimidad.
Es una figura patética que intenta mantener una cierta dignidad presentándose como el presidente de Cataluña en el exilio, un término disparatado porque se han celebrado elecciones y el titular del cargo es Aragonès.
Sánchez tiene que aprobar la amnistía como condición previa para la investidura. No voy a comprar el relato de un prófugo de la Justicia que pretende convencernos de que no busca soluciones personales. Es una gran mentira que busca impedir que le llamen traidor el 11 de septiembre. La clave es la Diada. Era el único objetivo de su comparecencia.
Un independentista con dignidad y altura política hubiera puesto la amnistía en último lugar. Es lo que hubiera hecho Junqueras que no huyó como Puigdemont. Me recuerda al conseller Josep Dencas que huyó por las alcantarillas tras la proclamación del Estado Catalán el 6 de octubre de 1934.
La cobardía del expresidente catalán estaba acreditada desde que se fugó a Waterloo, pero ahora se reafirma buscando una amnistía como pago a sus votos. Lo entiendo porque está muy solo y sin dinero. Necesita volver a casa. Y que Sánchez ordene la sumisión y rendición del Fiscal General y la Abogacía del Estado. Esto también es fácil. Por: Francisco Marhuenda [La Razón]