La libertad de expresión en entredicho

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En su trascendental obra Comentarios sobre las leyes de Inglaterra, publicada entre 1765 y 1769, el jurista inglés William Blackstone sistematizó y comentó las nociones y las reglas que se fueron desarrollando incrementalmente en el denominado common law a través de infinitas decisiones judiciales. Su libro, uno de los más celebrados en la historia legal anglosajona, recoge las lecciones que impartió en la Universidad de Oxford donde fue profesor tanto de derecho civil como de derecho público.

Uno de los comentarios más notables de esta obra –el número cuatro- es el relativo a la libertad de expresión. En él Blackstone dice: “La libertad de prensa es ciertamente esencial a la naturaleza de un estado libre, pero esto consiste en no imponer restricciones previas a las publicaciones… Todo hombre libre tiene un derecho indudable de expresar los sentimientos que le plazca ante el público; prohibir esto es destruir la libertad de prensa; pero si publica lo que es impropio, malicioso o ilegal debe asumir las consecuencias de su propia temeridad. Someter a la prensa al poder restrictivo de un censor… es someter toda libertad de sentimiento a los prejuicios de un hombre y convertirlo en juez arbitrario e infalible de todos los puntos controvertidos en el aprendizaje, religión y gobierno. Y a esto podemos agregar que el único argumento plausible usado hasta ahora para restringir la justa libertad de prensa, ‘que era necesario para prevenir el abuso diario de ella’, perderá por completo su fuerza cuando se demuestre (por un ejercicio oportuno de las leyes) que no se puede abusar de la prensa para ningún mal propósito sin incurrir en un castigo adecuado, mientras que nunca se puede usar para ninguno bueno cuando está bajo el control de un inspector”.

En este pasaje Blackstone sentó los criterios jurídicos que han servido de base al ejercicio de la libertad de expresión y la libertad de prensa en las sociedades libres. Esos criterios son: uno, la prensa es libre como canal para recoger y expresar todos las informaciones y todos los puntos de vistas posibles en el marco de una sociedad pluralista en la que compiten ideas, visiones e intereses; dos, la libertad de expresión y la libertad de prensa no pueden estar sujetas a censura previa; y tres, el uso inapropiado, malicioso o difamador de esa libertad en detrimento de una o más personas tiene consecuencias legales para sus responsables, incluyendo la propia prensa si fuese el caso. Esto no quiere decir que todas las expresiones reciban el mismo tipo de protección constitucional (no es lo mismo una idea política por radical que sea a un discurso racista, por ejemplo) ni que ciertas formas de comunicación no puedan ser reguladas “en tiempo, lugar y manera” (un programa o espectáculo sexualmente explícito, por ejemplo).

En todo caso, la piedra angular de la libertad de expresión ha sido y sigue siendo la no censura previa. Los constituyentes estadounidenses asumieron este marco conceptual sobre la libertad de expresión y libertad de prensa al adoptar, en 1791, la primera de las diez enmiendas de la recién aprobada Constitución de Estados Unidos. Y desde entonces este ha sido uno de los pilares del constitucionalismo liberal-democrático pues se entiende que estas libertades no solo tienen valor en sí mismas, sino que son instrumentales para el ejercicio de los demás derechos y el funcionamiento de la democracia. De hecho, nuestra Constitución recoge este enfoque “blackstoniano” en su artículo 49, en el que el principio de la no censura previa juega un papel central.

El problema crucial que plantea el proyecto de ley orgánica que regula el ejercicio del derecho a la intimidad, al honor, el bueno nombre y la propia imagen –conocida ya como “ley mordaza”- es que se articula en torno a un concepto básico -el de la “intromisión ilegítima”- que compromete el principio de la no censura previa. Esto quiere decir que la ley impondrá, a priori, qué se puede o no se puede decir o hacer en relación con los aspectos que pretende regular. Si bien esta pieza legislativa no incluye la figura de un censor estrictu sensu, no menos cierto es que hace un encuadramiento legal que impone una camisa de fuerza para los medios de comunicación que condicionará indudablemente la función que estos están llamados a desempeñar en una sociedad libre, democrática y plural.

A título ilustrativo, tres disposiciones del artículo 10 del proyecto de ley sobre las “intromisiones ilegítimas” generan serias preocupaciones. El numeral 1 prohíbe: “La divulgación de hechos nombre o su intimidad, así como la revelación o publicación en medios no autorizados, del contenido de escritos personales de carácter íntimo”. Por su parte, el numeral 2: “La captación, reproducción o publicación vía fotográfica, filme o cualquier otro procedimiento, de la imagen de una persona en medios de comunicación, medios digitales, redes sociales o cualquier otro mecanismo de divulgación, con el interés de hacer daño”. Y el numeral 4: “La imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de una persona, que menoscabe su fama, se difame o lesione su imagen, honor y buen nombre, publicadas y divulgadas en cualquier medio, tanto impreso como digital”. A su vez, el párrafo de dicho artículo dice: “Los medios de difusión se cuidarán de toda intromisión ilegítima que afecte el honor, la intimidad y el buen nombre de las personas”.

De aprobarse esta ley, los medios de comunicación estarán condicionados legalmente por esas “intromisiones ilegítimas”, lo que llevará, en el mejor de los casos, a un ejercicio cotidiano de autocensura cuando no a la proliferación de reclamaciones judiciales. Más aún, la manera cómo se formulan esas “intromisiones ilegítimas” puede dar lugar a interpretaciones subjetivas por parte de los tribunales que hará que los medios de comunicación se intimiden ante las posibles consecuencias de verse enfrentados ante esa ley. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, “con la intención de hacer daño” o “la imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor” que dañen la reputación de una persona? ¿O la advertencia de que “los medios de difusión se cuidarán de toda intromisión ilegítima”? Se trata de un encasillamiento legal de conductas presumiblemente censurables o perjudiciales que necesariamente pondrá a los medios de comunicación en una situación de extrema vulnerabilidad.

Sin duda, el proyecto de ley procura resolver un problema que no puede menospreciarse. Todos tenemos el derecho y la expectativa de que nuestra privacidad e intimidad se proteja, así como que nuestro honor, buen nombre y nuestra propia imagen no sean afectados, distorsionados o lesionados por otras personas, incluyendo los propios medios de comunicación. Esa preocupación se acrecienta cada vez más ante la proliferación de medios de difusión que el internet y las redes sociales han puesto en manos de cualquier persona. No obstante, la solución a esta legítima preocupación no puede ser una legislación que, contraria a la asentada tradición de no censura previa, ponga en entredicho la libertad de expresión y que termine socavando una pieza indispensable en toda sociedad libre y democrática. Por: Flavio Darío Espinal [Diario Libre]