Nostalgias imperiales (también en Turquía)

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Andan bastante azorados en la OTAN con el veto turco a Suecia y Finlandia, y nos dicen que es cuestión de dinero. Que Tayyip Erdogan, con la economía por los suelos y escondiendo las cifras reales de la inflación –la oficial es del 72 por ciento–, tratará de sacar tajada, como ya hizo con la crisis de los refugiados sirios.

Puede ser, pero el problema va más allá del oportunismo de un aliado con agenda propia dentro de la Alianza Atlántica y que sufriría, como Vladimir Putin, un brote de nostalgia imperial. Lo cierto es que Turquía lleva años ejerciendo una diplomacia agresiva, especialmente, sobre países que formaron parte del Imperio Otomano, derrotado y desmembrado tras el desastre de la Primera Guerra Mundial.

Y eso que la cosa hubiera podido ir a peor de no ser por Kemal Ataturk, que consiguió el milagro militar de parar a los griegos y, el político, de llevar el país a la modernidad, aunque tuviera que arrasar con las viejas estructuras del sultanato, desde el idioma hasta la sharía.

Pero, como en el cuento de Monterroso, cuando despertamos, el islam todavía seguía allí, latente, a la espera de un personaje como Erdogan, que puede ser tan determinante en la historia turca como el viejo Ataturk. Ya lo comprobaron los armenios, derrotados en toda la línea en Nagorno-Karabaj por un ejército azerí dotado de armamento turco y auxiliado por voluntarios sirio-turcomanos, y, también, los chicos del sirio Asad que, pese al apoyo ruso y la carne de cañón kurda, no han conseguido recuperar la franja de territorio ocupada por Ankara al sur de la frontera.

Erdogan también maniobra en Libia y en Bosnia, para disgusto de Bruselas, y mantiene la estrategia de la tensión con Grecia y Chipre, a cuenta de unos yacimientos de gas, asunto del que luego hablaremos. Y, además, es un tipo vengativo, de esos que no olvidan fácilmente.

A Suecia le tiene una especial inquina por el firme respaldo político de los nórdicos a la rebelión kurda y no oculta el resquemor con Washington que, entre otras humillaciones, se negó a venderle misiles antiaéreos «Patriot», pese a que Turquía es socio fundador de la OTAN.

Con esto, queremos decir que, si los analistas tienen razón y sólo estamos hablando de dinero, pues que habrá que preparar la cartera, porque la factura va a ser de aúpa.

Pero hay otra opción peor, mucho peor. Es sabido que Turquía importa de Rusia el 45 por ciento del gas que consume –el resto viene de Azerbaiyán y de Irán–, y buena parte del petróleo, que es una de las razones por las que se niega a aplicar las sanciones a Moscú, al menos, mientras no termine la construcción del gaseoducto del mar Negro, donde Turquía ha hallado un filón de gas.

Pero, también ha llevado a cabo exploraciones de gas en el Mediterráneo Oriental, para cabreo de Grecia, el eterno enemigo, que no sólo ha puesto en alerta a la Marina de guerra, sino que ha conseguido que Bruselas imponga sanciones a Turquía.

Por supuesto, Erdogan no ha dado el partido por perdido y, al contrario, ha intensificado la búsqueda de yacimientos en la zona. Y, mira por dónde, lo de Suecia y Finlandia parece una oportunidad de oro para que la Unión Europea y la OTAN le digan a Atenas que se modere, vamos, que trague, y que permita a Ankara seguir con lo suyo en las aguas en disputa. Ciertamente, sería un precio político muy alto, pero no descartemos la exigencia. Erdogan es así de malo. Por: Alfredo Semprún [La Razón]