Una sensación de relativa desilusión quedó en el aire tras la gira de Joe Biden a Arabia Saudita e Israel, acaso los dos mayores aliados de Washington en la siempre dinámica y difícil realidad de Medio Oriente.
El «sabor a poco» resultante de la visita de Biden se vio incrementado toda vez que resulta inevitable su comparación con la política de su predecesor para la región. En efecto, Medio Oriente ofreció uno de los mayores éxitos concretos de la Administración Trump (2017-2021). En especial a partir de la concreción de los Acuerdos de Abraham que dieron paso a los tratados de paz entre Israel y Emiratos Árabes Unidos (EAU), Bahrein, Sudán y el reino de Marruecos. Una iniciativa impulsada por Washington a partir de explorar las oportunidades surgidas de la común inquietud que todos esos actores comparten frente a las ambiciones de hegemonía regional del régimen islamista extremista de Irán.
Pero el desplazamiento a Arabia Saudita implicó algunos costos para Biden, quien pareció abandonar una promesa de campaña concentrada en insistir en los esfuerzos en el campo de los Derechos Humanos. Un asunto irritante a partir de la acusación que pesa sobre el príncipe heredero y gobernante de hecho del Reino, Mohammed bin Salman (MBS), por su presunta responsabilidad en la muerte del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí en Estanbul en octubre de 2018.
Un extremo que el propio Presidente en su momento se encargó de difundir. Al punto que, sólo cinco semanas después de su inauguración, la Administración Biden divulgó informes de inteligencia que concluían que el crimen no había podido ser llevado a cabo sin la autorización expresa y directa de MBS. En aquel momento, en la última semana de febrero de 2021, tras una conversación telefónica entre Biden y el rey Salmán bin Abdulaziz, la Casa Blanca señaló que Biden tendría como interlocutor al monarca (actualmente de 86 años) y no a su heredero.
En tanto, desde Israel, Alberto Spectorovsky calificó la gira como «fallida» al evaluar que «aún no se sabe si ha logrado algo, poco o prácticamente nada». El reconocido profesor de la Universidad de Tel Aviv evocó que durante toda su campaña electoral, Biden «se había manifestado a favor de los Derechos Humanos y había avisado en un principio que no iba a tratar a Arabia Saudita más que como un estado paria”.
Pero a menudo la necesidad tiene cara de hereje. Urgido en medio de las dificultades de la guerra en Ucrania, Biden parece haberse visto obligado a hacer una suerte de «giro en U» en su posición frente al Reino, llevándolo a «blanquear» al controvertido MBS. Por momentos apareciendo de manera casi suplicante, frente a la necesidad de buscar una expansión de la producción de petróleo. A los efectos de reducir el costo del barril, de cara a la realidad angustiante que sobrellevan los consumidores norteamericanos. Los que han visto no sin traumatismo una elevación de los precios del combustible en el último año, en medio de las dificultades de la vida diaria. De pronto incrementadas por el aumento de la inflación resultante de la gigantesca emisión monetaria con la que el gobierno buscó paliar los efectos de la pandemia del COVID-19.
La gira despertó el recurrente e interminable debate de la política exterior norteamericana. El que se vertebra sin solución de continuidad entre dos visiones contrapuestas. En la que por un lado existe una política principista de defensa de las democracias y los Derechos Humanos y que ve al mundo como una confrontación entre democracias y autocracias. Y la de quienes consideran que a pesar de la preferencia nacional por esas formas virtuosas, el sentido del realismo exige a veces respaldar a países cuyo comportamiento internacional es amigable con los intereses de los Estados Unidos, con independencia de su forma de gobierno.
En tanto, la misma sensación parece haberse instalado en Israel. Días antes del viaje, un funcionario del Ministerio de Exteriores israelí lo había descripto como «una oportunidad de cambios sin precedentes», extremo que definitivamente parece no haberse cumplido. «Cuantas más grandes fueron las expectativas, más grande fue la frustración», explicó Yoel Guzansky, investigador del Institute for National Security Studies de Tel Aviv.
Una realidad que el tiempo se encargaría de confirmar. A pesar de las grandilocuentes palabras -«visita histórica»- del Primer Ministro Yair Lapid para dar la bienvenida al norteamericano, los resultados concretos parecieron más bien pedestres. Acaso reducidos a un anuncio limitado a permitir el sobrevuelo sobre el territorio saudí. Medida que fue dispuesta horas antes de que el Air Force One depositara a Biden en Jeddah, a través de la Autoridad de Aviación Civil del Reino, habilitando a las aerolíneas comerciales israelíes utilizar el espacio aéreo saudí. Beneficio que acortará considerablemente la duración de los vuelos que unen Tel Aviv con los destinos del Asia-Pacífico.
Lapid celebró el anuncio al calificarlo como «un primer paso en la normalización de relaciones». Palabras similares fueron empleadas por Biden. Pero pese a la algarabía de los norteamericanos y los israelíes, los conservadores sauditas optaron una vez más por la cautela. Una actitud que quedó reflejada en las palabras del canciller, el príncipe Faisal bin Farhan, quien buscó bajar el entusiasmo de los anuncios -al menos públicamente- y aclaró que «esto no tiene nada que ver con lazos diplomáticos con Israel».
Un análisis objetivo de la situación parece concluir que si bien existe un amplio campo de colaboración en materia de inteligencia e intereses concurrentes, el estado de las relaciones israelíes-saudíes no resulta análogo con el estado de los lazos entre Israel y Emiratos inmediatamente antes de los Acuerdos de Abraham. Al respecto, un observador recordó las características singulares del Reino de Arabia Saudita, un país que carece del sentido de apertura al mundo de EAU. Al tiempo que evocó que los monarcas saudíes son Custodios de las dos Mezquitas Sagradas, un deber que impone a la Casa de Saud una prudencia estricta frente a la posibilidad de establecer la paz con Israel no sin antes resolver la cuestión palestina.
En tanto, una editorial en el Wall Street Journal descalificó duramente la gira al describirla como «peor que una vergüenza». Al tiempo que cuestionó gravemente al Presidente por su choque de puños con MBS -actitud que tildó de «ridícula»- toda vez que «pensó que un banal choque de puños de amigo a amigo era preferible al habitual apretón de manos formal». Y enunció que Biden volvió de Arabia Saudita con las manos vacías al no haber podido revertir la postura de los saudíes en materia de política petrolera, ni en relación con el postergada fin de la guerra en Yemen, ni frente a las urgencias vinculadas a la contención de Irán.
Así las cosas, una sensación extendida de disconformidad con la Administración Biden parece haberse instalado tanto en Riad como en Jerusalén después del deslucido viaje presidencial a la región. Una gira que parece haber dejado al controvertido MBS como único probable ganador. Acaso como consecuencia del hecho de que en las actuales circunstancias, Arabia Saudita y su gobierno persisten como actores sumamente relevantes en este mundo pequeño y profundamente interconectado. Y a los que de pronto resulta aventurado reservarle el destino de parias del sistema global.
Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex Embajador Argentino en Israel y Costa Rica.
Por: Mariano Caucino.
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Fuente: El Caribe