El paredón

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El paredón es un muro limítrofe. También es la pared que queda en pie de un edificio en ruinas, pero la acepción que interesa a este desahogo se refiere a la muralla de fusilamiento que recibe los disparos que no impactan en el cuerpo de los ejecutados. Twitter es un gran paredón.

La red social ideada para los “pensadores” se descubre como lo que es: un círculo de opinantes compulsivos. En ella se mezclan las formas más contrapuestas de interpretar la vida. Y es que en su dinámica comunicativa escasean mentes liberadas para abrir perspectivas intermedias de pensamiento.

Los juicios dominantes en las redes son negros o blancos, colores expresivos de los dogmatismos que hoy se reparten el campo ideológico; se confirma así la atrevida teoría de Jonathan Haidt de que las redes sociales provocan la polarización social, creando manadas uniformes o “cámaras de eco” de personas ideológicamente afines en un entorno cultural dominado por la “idiotización estructural”.

Los tuiteros no se guardan la opinión, convencidos de que privar al mundo de sus juicios es cometer un acto de barbarie. La visibilidad que les dan las redes sociales desata euforias expositivas en millones de personas que, viviendo en el anonimato, no tienen, fuera de su núcleo familiar, mayor influencia que ser cuentahabiente de una plataforma digital. Tener una opinión los autoconfirma; publicarla los realiza; defenderla los convierte en santuarios de la verdad.

La reciente muerte de la menor Esmeralda Richiez, como consecuencia de una hemorragia vaginal causada por la presunta violación de su profesor John Kelly Martínez, ha puesto a prueba los límites del paredón de fusilamiento.

Twitter ha hablado con la fuerza de las tendencias (trending topics), sirviendo como estrado al gran juicio del Apocalipsis. Es la nueva epifanía de la vox Dei (la voz de Dios). Todo el vivo ha opinado, y lo ha hecho a través del juicio moral, arma de las correcciones gratuitas en una época en la que quien predica más fuerte lo hace en tangas rosadas.

Si es por la santa comunidad tuitera, al profesor John Kelly le bastará esperar la “formalización” de su condena a la máxima pena; los padres de la menor, confinados a la vergüenza, han recibido las reprimendas más duras y lecciones de crianza; la muerte de la menor, por su parte, queda como menuda noticia frente a la lapidación moral de su ejecución tuitera, que comienza con la publicación de sus “insinuantes” fotos en las redes. ¿Y quién se salva?

Lo que importa ahora y siempre es hacer justicia, una tarea basada en la apreciación objetiva de las pruebas y en las intenciones demostradas, no en los prejuicios sociales. Lo que se juzga no es la perversión del profesor ni la liviandad de la menor, es si hubo o no un homicidio (o asesinato) y si lo ejecutó John Kelly Martínez en pleno control de sus actos. Todo lo demás sobra en un juicio objetivo y pertenece al ámbito de la conciencia individual de cada uno.

He leído hasta descalificaciones “técnicas” a los resultados preliminares de la autopsia por parte de opinantes cuyos perfiles en las redes no muestran ninguna formación en patología forense. ¿Y qué decir de las teorías del “crimen”? Relatos errantes basados en inferencias empíricas, especulativas y hasta conspirativas. Eso pasa y hasta se perdona como fantasía del morbo de la sangre, pero lo que queda —y a veces para siempre— son los estigmas. Son fantasmas mordientes cuyo mayor perjuicio en este trance es perturbar el sano juicio de los jueces, quienes deberán ser persuadidos con la verdad; no por la furia agolpada en las redes sociales, sino por la valoración racional de las evidencias.

Y es que, si existe una presión perversa, es la utilización espuria de la opinión pública para atenazar la sagrada independencia de un tribunal. Los jueces, falibles como humanos, no siempre tienen la entereza para desechar ese constreñimiento. Sería un buen momento para callar y esperar. Parar, por Dios, los disparos al paredón. Por: José Luis Taveras [Diario Libre]