El colapso del Estado haitiano en contexto

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En los cuatro meses que han trascurrido desde el nefasto 7 de julio, cuando ocurrió el asesinato del presidente Moïse, hemos observado como de forma sistemática se ha agudizado el colapso del Estado haitiano.

Apenas un mes después de la conmoción institucional que dejó el magnicidio del presidente Moïse, Haití fue sacudido por un terremoto de magnitud de 7.2 escala Richter, que según la Organización Panamericana de la Salud dejó 2,246 fallecidos, más de 26 mil personas desplazadas y más de 12,763 heridos. Los daños ocasionados provocaron que la ONU hiciera un llamado a donar 187.3 millones de dólares para proveer ayuda a los afectados.

Dos días después del terremoto, la nueva tragedia fue la tormenta Grace que acentuó el desastre que había dejado el terremoto. Además, la zona afectada fue la misma que hace seis años el huracán Matthew que destruyó más de un 90 % de su infraestructura.

A esta secuencia de tragedias se le suma el impacto del covid-19 en el país de América que menos vacunas ha aplicado, la crónica inestabilidad política, y el auge de la violencia y el secuestro.

Estos infortunios le han sobrevenido a un país que antes del magnicidio del presidente Moïse ya era el país más pobre del continente. Según el Banco Mundial, el 60 % de su población (6.3 millones) estaba en pobreza con menos de dos dólares diarios y el 24 % (2. 5 millones), vivía en pobreza extrema. De conformidad con la FAO y Unicef, el 50 % de la población sufre inseguridad alimentaria crónica y el 22 % de los niños sufre desnutrición crónica.

Este contexto dramático facilitó que las pandillas efectuaran un asalto al poder. Actualmente, controlan más del 60% del territorio y los puertos; exigen pagos a los comercios; autorizan el paso de la ayuda humanitaria, el suministro de combustible y alimentos.
En definitiva, son los que han ido asumiendo el poder frente al vacío que va dejando el colapso del Estado haitiano.

Anarquía y plan de acción

La incidencia de las pandillas en la gobernabilidad de Haití se ha venido fraguando desde hace 63 años, a partir de la dictadura de Francois Duvalier, quien en el 1958 creó una aterradora milicia denominada Tonton Macute con la finalidad de protegerse de golpes militares y controlar a los disidentes. Esta política fue continuada en la dictadura de su hijo Jean-Claude Duvalier.

Posteriormente, Jean-Bertrand Aristide, quien, a pesar de ser el primer líder político elegido democráticamente, también creó un grupo armado denominado “Chimères” con la finalidad de controlar a la oposición y evitar su derrocamiento, que de todas formas fue derrocado en las dos ocasiones que gobernó.

Luego del derrocamiento de Aristide en el 2004, el Consejo de Seguridad de la ONU estableció la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), compuesta por 12 mil cascos azules que les quitaron el predominio a las pandillas y lograron estabilizar la seguridad; redujeron en un 95 % los secuestros; facilitaron que por primera vez en la inestable política haitiana se lograran transferencias pacíficas de poder en cuatro presidencias consecutivas.

Sin embargo, en otros ámbitos la presencia de la Minustah fue polémica, como con la introducción del cólera, diversas acusaciones de violaciones sexuales y de derechos humanos.

Diversos analistas entienden que la salida de la Minustah en el 2017, luego de 13 años consecutivos, fue un punto de inflexión ya que provocó que, en ausencia de un garante de seguridad, los presidentes Michel Martelly y Jovenel Moïse volvieran sus miradas a las pandillas y la utilizaran para controlar a la oposición, garantizar gobernabilidad, seguridad y evitar un derrocamiento.

No obstante, luego del asesinato del presidente Moïse se agudizó el colapso del Estado haitiano y las pandillas se replantearon su rol, pasando a asumir el poder en desmedro del liderazgo político y del gobierno.

La anarquía reinante en Haití le coloca como un volcán en erupción cuyas lavas amenazan con impactar a nuestro país, a Estados Unidos (el incidente de los 15,000 migrantes en Texas y el secuestro de los 16 misioneros son un ejemplo) y a toda nuestra región.

Sin embargo, hasta ahora la repuesta de la comunidad internacional ha sido la indiferencia, por lo que a los dominicanos nos queda el desafío de diseñar una estrategia que visibilice, en la opinión pública internacional, los riesgos a la seguridad hemisférica que se derivan del colapso del Estado haitiano.

Este plan de sensibilización debe ir acompañado de un fuerte lobby dirigido a los Estados Unidos, Francia, Canadá, la Unión Europea y la ONU para movilizarlos a la acción. Esta labor requiere unidad nacional.

Esta estrategia amerita cautela frente a las provocaciones que buscan convertir la crisis haitiana en un conflicto dominico-haitiano. Esta es una crisis haitiana, que, por sus repercusiones extraterritoriales, requiere de la intervención de la comunidad internacional. Por: Nathanael Concepción [El Caribe]