La UE: un cuerpo sin alma

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Francia fue considerada por los Papas como «la hija primogénita de la Iglesia» –la fille ainé de l’église– tras el bautizo y conversión al cristianismo del rey de los francos Clodoveo, la noche de Navidad de 496. Tres siglos después, Pipino el Breve donaba al Papa los Estados pontificios, y en el año 800 su hijo Carlomagno se comprometía a ser su defensor ante sus potenciales enemigos.

En aquel tiempo ese poder era garantía de ejercer con libertad la soberanía espiritual pontificia en aquella primigenia Europa, entonces la Cristiandad, situación que se mantuvo durante más de mil años hasta la caída de Roma en 1870.

El autoproclamado emperador francés Napoleón III traicionó esa histórica misión –como había sido anunciado en las apariciones de la Salette en 1846–, retirando la guarnición militar francesa que protegía la ciudad eterna. Lo hizo con el pretexto de la guerra franco-prusiana provocada por él, lo que sería la causa humana de esa pérdida, y también de la suya en pago a su traición, siendo derrotado en Sedán y enviado al exilio en Londres por Bismark.

Valga este sumario repaso de la Historia de Francia para extraer las consecuencias de las deslealtades de carácter trascendente también cuando son cometidas por las naciones. Ahora la laicista, apóstata y republicana Francia liderada por Macron, quiere convertir el aborto en un derecho recogido en la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, acordada en Niza en 2000 durante la presidencia francesa y ratificada solemnemente en 2007. A ese auténtico signo de apostasía pública se suma ahora la noticia de que, en Estrasburgo, emblemática ciudad francesa y europea, se prohíbe la venta de crucifijos en la tradicional feria de Navidad.

Juan Pablo II afirmó que «la fortaleza de una democracia se basa en los principios y valores que promueve», y ante ese rechazo público a los valores que la hicieron grande y benéfica entre las naciones, se ignora cuáles son los que defiende ahora. Lo afirmado sobre nuestra vecina Francia es aplicable en gran medida también a España, dada nuestra identidad nacional e histórica, indisociable del cristianismo.

Así, a la histórica conversión de Clodoveo le sucedió la de nuestro rey godo Recaredo del arrianismo al catolicismo durante el Concilio de Toledo, el 8 de mayo de 586, haciendo de las dos naciones auténticos pilares de la Cristiandad. Francia lo fue en la europea y España lo fue a partir de la evangelización de la América hispana, cuando ésta se convirtió en la Cristiandad «ulterior». No sorprenda que ahora la UE no juegue ningún papel destacado en el mundo. Es un cuerpo sin alma. Por: Jorge Fernández Díaz [La Razón]