Psicología nacional

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La primera impresión que nos produce España es un poco confusa.

Será el «zeitgeist», cual perverso signo de los tiempos, o será un rasgo de carácter congénito, engastado en lo más profundo de un modo de ser y estar, pero el vaivén, entre colérico y fugaz, en el que se mece la conversación pública española acerca nuestro reflejo al de un país rutinariamente acomodado en el diván de la ciclotimia. De blancos y negros. De extremos. De conmigo o contra mí.

Con un relato difuso que se va solapando, polémica sobre polémica, y que adquiere versiones cada vez más dramáticas: no es ya que se impidan reflexiones profundas, sino que se esquiva el más mínimo esbozo de pensamiento que rebase lo inmediato y, además, sobre cualquiera de los temas que van alternándose en el tiovivo de la agenda, acuciados, siempre, por el criterio de la urgencia.

¿Por qué están tan enfadados estos hombres tan pequeños?- me pregunta un extranjero.

Ni la lección alemana, de pactismo, ni la portuguesa, de sensatez y moderación, han logrado desgastar la intensidad con la que el «hooliganismo» político, los bloques y las adhesiones inquebrantables se enquistan en los distintos debates, tan vehementes como efervescentes, que llevan a litigar sobre la conveniencia de las mascarillas en exteriores (aunque luego la medida solo sobreviva una semana a la aprobación en el Congreso), en torno a una hipotética intervención en Ucrania (invocando el obsoleto «no a la guerra») o posicionándose por figuras públicas que se encumbran o derrumban en plazos récord, como Yolanda Díaz, que muta de inquilina en ciernes de Moncloa a desahuciada política. Y todo atravesado por una bruma de crispación y malhumor, desorbitada en redes, que va nublando la convivencia.

Yo le explico a duras penas que no se trata de un enfado momentáneo, sino de una actitud general ante la vida.

El impulso airado se expande y cruza de lo más a lo menos lúdico, tan transversales que somos, y transforma el espacio común en un cuadrilátero ya sea en el Benidorm Fest, distorsionando causas y apelando a un cierto feminismo impuesto por encima de la música (pero qué buena es la Bandini), o a cuenta de la reforma laboral y sus derivadas. Para acabar enredados en batallas de votaciones populares y fibrilantes, supuestos fraudes y errores subsanables que derivan en irracionales linchamientos soterrados tras el confortable anonimato digital.

Hombres furiosos. (…) Indudablemente, España no ha cambiado.

Y eso que, en 1921, cuando Camba escribió las cursivas que aquí se reproducen en su artículo «Psicología crematística», no había aún ni rastro de Twitter. Por: Alejandra Clements [La Razón]