Punta Catalina: crónica de un viacrucis legal

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Punta Catalina es una escuela. Ha generado más enseñanzas que energía. Desde su concepción hasta su puesta en marcha la terminal no ha podido redimirse de las controversias. Ahora se agita un escarceo sobre el esquema jurídico que soportará su gestión.

A pesar de los titubeos iniciales, el Gobierno no tuvo reparos en elegir el vehículo que suponía ideal. En esa decisión no se esperaba mucha sorpresa porque al presidente Luis Abinader lo tienen hechizado con dos figuras de reciente estreno: el fidecomiso público y las alianzas público-privadas. No muy pocos entendidos reconocen que se han sobrestimado las “virtudes” de estos instrumentos, ofertados como panaceas para la inversión pública sin considerar que más que fines son simples medios para administrar aportaciones patrimoniales estratégicas.

Ninguna técnica jurídica es redonda o se basta a sí misma. Las realidades de los negocios son complejas y polivalentes, más si hay entes públicos involucrados; siempre será necesario ajustar las estructuras legales a sus particulares contingencias.

En el caso particular del fideicomiso el asunto es más sensible por tres razones: a) es una figura extraña a nuestra tradición jurídica, ya que a pesar de tener su matriz en el derecho romano (con el pactum fiduciae cum creditore o cum amico y el fideicommissum) su desarrollo se consumó en el sistema anglosajón (con los uses y los trust) regido por concepciones patrimoniales distintas a las de la familia de derecho romano-germánica (a la que pertenecemos) en la que el patrimonio es una entidad única, universal e indivisible; b) se trata de una técnica contractual de reciente incorporación legislativa (2011) y concebida contextualmente para el mercado hipotecario y las operaciones privadas; y c) no tenemos una ley especial que regule los fideicomisos públicos como sí lo hizo Colombia a través de la Ley núm. 80 de 1993 que los reglamentó, pero con serias reservas y prevenciones. Vale destacar que, siendo la colombiana la primera legislación de referencia para redactar nuestra Ley sobre Fideicomiso, número 189-11, el uso del fideicomiso por parte de las entidades públicas en ese país sudamericano es excepcional a pesar de su proliferación.

No obstante, el foco del debate sobre Punta Catalina se desplazó inadvertidamente hasta confundir el fondo con la forma. Nos explicamos: el problema revelado por el contrato de fideicomiso público de Punta Catalina (en lo que sigue, el contrato del FTPC) no es si el fideicomiso es la técnica jurídica apropiada frente a otros esquemas. No. El desvío resultó de la crítica técnica que provocó el tema. Ese abordaje prolijo y disperso de abogados, economistas, financistas, periodistas y hasta políticos elevó el debate a una nueva e incomprensible escala, especialmente para los no entendidos. Ahora en apariencia el problema es el fideicomiso.

Sin embargo, el valor por resguardar en este trance es evitar que ese activo estratégico salga del patrimonio público a través de cualquier modalidad privatizadora. Eso fue al menos lo que el presidente Abinader aseguró y una buena parte de la opinión pública le reclamó. La discordia se ha suscitado porque el contrato del FTPC sometido a la aprobación congresual no garantiza ese propósito, como tampoco cualquier otra técnica contractual o societaria, siempre que el interés sea darles entrada a intereses privados mediante sutilezas, como de alguna manera se dejó traslucir en el contrato del FTPC. En otras palabras, la fiebre no está en la sábana.

Pese a lo anterior, la propuesta del contrato del FTPC, sin mayores ajustes legislativos o contractuales, siempre será una opción débil para una gestión segura de la terminal. No obstante, de mantenerse la escogencia del fideicomiso frente a estructuras corporativas o contractuales tradicionales (como una sociedad de capital de control público, un contrato de gestión, por ejemplo) se impone hacerle importantes cambios al contrato del FTPC. Si esa fuese la elección, no creo aconsejable festinar, por el apremio coyuntural, una ley de fideicomiso público, que, por sus complejidades, amerita un trabajo técnico muy fino y sensible. De hecho, sorprende el anuncio de que, para el 27 de febrero, el Ejecutivo someterá al Senado el proyecto de ley de fideicomiso público, cuando apenas el día 10 de febrero se reúne por primera vez el Consejo Económico y Social, foro dispuesto por el presidente Abinader para discutir el tema.

El contrato del FTPC, debidamente ajustado, podría sobrevivir jurídicamente sin una ley sobre fideicomisos públicos, siempre que tome como base los principales ejes que desde ya puedan discutirse para un proyecto bien estructurado de futura regulación. La prisa, en un ambiente crispado y repleto de sospechas, no es buena socia. En resumen, si se opta por mantener el fideicomiso, se impone modificar por vía contractual o legislativa la propuesta del Ejecutivo. Esa valoración, con el permiso de los expertos, la trataremos de explicar de forma llana.

El fidecomiso es un acto en virtud del cual una o varias personas (fideicomitentes) transfieren derechos y bienes para constituir un patrimonio separado (patrimonio fideicomitido) para que una o varias personas (fiduciarias) lo administren o ejecuten el mandato confiado de acuerdo a las condiciones estipuladas por los fideicomitentes en el acto de fideicomiso, con la obligación, para las fiduciarias, de restituir esos derechos y bienes al término del acto a favor de la persona o las personas designadas en el contrato (beneficiarios o fideicomisarios).

Vale destacar que en un fideicomiso se pueden confundir las personas del fideicomitente y el fideicomisario (beneficiario). Constituye así una técnica de planificación patrimonial, ya que los bienes que pasan al dominio fideicomitido no pueden ser embargados por los acreedores del fideicomitente ni de la fiduciaria ni de los beneficiarios. Solo podrán hacerlo los acreedores del patrimonio fideicomitido por las deudas y obligaciones generadas con cargo al propio fideicomiso. Tampoco el fideicomiso constituye una persona jurídica como una sociedad comercial; es una masa separada de bienes, derechos y títulos que transfiere el fideicomitente para que formen otro patrimonio autónomo a ser administrado por la fiduciaria según los propósitos dispuestos en el acto o contrato constitutivo del fideicomiso. La fiduciaria cobra honorarios por esa prestación.

Como se advierte en la gráfica B, en el contrato de fideicomiso intervienen varias partes originarias, como son los fideicomitentes (Estado dominicano y CDEEE), la fiduciaria (Fiduciaria Banreservas, S. A.) y el fideicomisario o beneficiario (el Ministerio de Hacienda). Como se nota, la operación se queda en el Estado, quien aporta los activos, valores y bienes que integrarán el patrimonio fideicomitido y recibe los ingresos de la explotación del patrimonio fideicomitido gestionado por una fiduciaria en la que tiene control accionario. Ahora, en la ejecución del contrato intervienen otros sujetos o actores. Algunos forman parte de la estructura operativa, técnica y supervisora que acompaña a la fiduciaria en su administración (comité técnico, la unidad gerencial, el director ejecutivo, el operador, el auditor); sin embargo, aparecen otros actores de forma transversa y ambigua, como son los fideicomitentes adherentes y los terceros de los cuales apenas se proponen sus definiciones. Ahí entramos al problema, ya que por vía de los fideicomitentes adherentes pueden penetrar inversiones privadas. Veamos por qué.

Según el contrato, los fideicomitentes adherentes son las personas físicas o morales que realizan “inversiones en el fidecomiso, […]” y quienes deberán firmar un documento mediante el cual se adhieran al contrato. “En dicho documento se hará constar el aporte de bienes o derechos al patrimonio fideicomitido” (artículo 5.8 del contrato del FTPC). Como se advierte, se trata de personas físicas o jurídicas que hacen aportaciones y que esperan en contrapartida derechos sobre los resultados de la administración del patrimonio fideicomitido en calidad de nuevos fideicomitentes. La única diferencia con estos últimos es que su incorporación al fideicomiso no se hace al momento de su constitución, sino después y mientras el contrato esté vigente (en el caso del fideicomiso CTPC, 30 años). De hecho, la práctica contractual estándar en materia de fidecomiso público y mercantil define este sujeto como cualquier persona que aporte activos al patrimonio del fideicomiso por cuya aportación adquirirá los derechos y obligaciones del contrato de fideicomiso y en el convenio o documento de aportación. Como es obvio, no se hace la distinción de si se trata de una entidad pública o privada; de esta manera, cualquier empresa puede invertir, bastando para ello con la aprobación del comité técnico, previo consentimiento del fideicomitente (artículo 9.1, numeral 8, del contrato del FTPC).

Una de las opiniones recogidas en los tantos artículos de prensa sobre el tema sugiere que las aportaciones de los fideicomitentes adherentes solo corresponden a donaciones que puedan hacer entidades públicas o privadas en virtud del artículo 11, 18) del contrato del FTPC. Se trata de un razonamiento absolutamente errado. El texto, que aparece bajo el título “Roles y Responsabilidades del Comité Técnico”, le atribuye responsabilidad al comité técnico para autorizar la recepción de aportes donados por terceros. Subrayamos la palabra porque tiene una connotación especial en el contexto del propio contrato. Así, al definir quiénes son terceros, el contrato del FTPC alude a “cualquier persona física o jurídica distinta de las partes y a sus representantes”, que obviamente no es el caso de los fideicomitentes adherentes, ya que, tan pronto se integran al fideicomiso mediante aportaciones, no solo forman parte del contrato, sino que en contrapartida reciben derechos en el fideicomiso. Este caso alude a las donaciones que puedan hacer ocasionalmente terceros sin recibir en compensación derechos del fideicomiso.

Todo lo anterior se puede rectificar, bastando, para cerrar la posibilidad de una futura incorporación de personas físicas o jurídicas privadas como fideicomitentes adherentes, que el nuevo contrato de fideicomiso establezca que los fideicomitentes adherentes serán necesariamente entidades públicas. Punto.

Otro aspecto irrazonable es la amplitud de poderes que se le concede al comité técnico. Si se examina en el contrato del FTPC el cuadro de derechos y obligaciones de este órgano y se compara con el de la fiduciaria, la relación es sensiblemente desigual. Entre esas prerrogativas se destaca una que, en un esquema de buena gestión, no se sustenta. Es la de autorizar el nombramiento del auditor externo independiente. Esa escogencia debe ser reservada al fideicomitente. Las cuentas, operaciones y los resultados de la gestión del fideicomiso son examinados por el auditor. Sería incompatible que la aprobación de su contratación resulte del mismo comité que tiene a su cargo la ejecución de las funciones de alta dirección técnica y operativa del fideicomiso. Es como decir que, en una sociedad de capital, como las anónimas, el comisario de cuentas, que es un órgano interno de supervisión, sea designado por el consejo de administración y no por la asamblea general de socios. Las mismas reservas se aplican para la facultad del comité técnico de aprobar los procedimientos de compras y contrataciones del fideicomiso.

Por otro lado, creo que en las discusiones dispuestas por el presidente Abinader dentro del Consejo Económico y Social para procurar una solución al esquema legal deben considerarse otras opciones, incluyendo formas tradicionales simples y de probada experiencia. Es el caso de aportar esos activos a una sociedad de capital, preferentemente anónima, en la que el Estado tenga el control del capital social emitido. El problema de la cantidad mínima de socios se resuelve incorporando a otro órgano público como accionista minoritario.

Algunos han expresado que esta solución plantea un conflicto orgánico por tratarse de una entidad mercantil sujeta a un estatuto jurídico privado y controlada por un ente público. La discusión doctrinal no es nueva; sin embargo, en la mayoría de los países se permiten estas conjunciones, reforzadas en algunos casos con leyes especiales. En todo caso sería la misma situación del fideicomiso, que es una figura mercantil regida por un régimen contractual privado en el que el fideicomitente y el beneficiario son entes públicos. Además, ¿cuáles inconvenientes han tenido las sociedades anónimas en las que el Estado ha tenido control accionario? Piénsese en la Refinería Dominicana de Petróleos, PDV S. A., sociedad comercial controlada hasta hace poco por el Estado dominicano y PDV Caribe, S. A., una sociedad mercantil controlada por el Estado de la República Bolivariana de Venezuela, por solo citar un ejemplo. Vale destacar, como simple anotación, que Refidomsa ha tenido un desempeño muy exitoso y ha generado utilidades en casi todos los periodos fiscales.

Los estatutos sociales no solo son el acto fundacional de la sociedad, sino también un contrato multilateral entre socios con la flexibilidad de la libre autorregulación en aquellos asuntos que no son de orden público. Sobre esa base, la sociedad que administre Punta Catalina debe estar sometida a un régimen hard de gobierno corporativo y de restricciones estatutarias a la libre negociabilidad de las acciones, siempre que no suponga la prohibición de su enajenación, cláusula reputada como no escrita. Igualmente debe estar sometida a un severo régimen de incompatibilidades para los miembros del consejo de administración derivadas fundamental pero no exclusivamente de la concurrencia conflictiva de intereses.

Algunos países han reforzado la protección legal de las sociedades en las que el Estado tiene el control del capital social con leyes especiales; así han nacido las sociedades del Estado o las sociedades anónimas públicas (SAP) o estatales y otras denominaciones equivalentes, sometidas, en su constitución y funcionamiento, a las leyes que regulan las sociedades anónimas. Es el caso de Argentina, que llegó a tener la Ley 20.75 del 13 de agosto de 1974 y que impuso las limitaciones que debían tener estas sociedades. Una de ellas era precisamente no poder admitir, “bajo cualquier modalidad, la incorporación a su capital de capitales privados” ni que los certificados nominativos pudieran ser negociados a favor de entidades que no sean públicas.

Doctrinarios del derecho administrativo a quienes admiro profundamente proponen un esquema de empresa pública como “órgano público” para evitar el uso de una sociedad comercial que es una entidad del derecho privado. En nuestro sistema comercial el concepto “empresa” es económico (de hecho), no jurídico, y alude a la organización preestablecida que tiene un comerciante (persona física o sociedad comercial) como base para explotar la actividad comercial. En el derecho alemán la empresa sí es un concepto jurídico. De esa noción tomamos precisamente la figura de la empresa individual de responsabilidad limitada (EIRL) consagrada en nuestra ley de sociedades. La empresa pública, como persona jurídica, debe tener una base societaria preexistente. Al hablar de una empresa en la que el Estado tenga, por ejemplo, derechos constatados en títulos, es referirnos a la estructura de una sociedad anónima, porque esa es parte de su esencia tipológica; por esta razón la mayoría de los países permiten al Estado participar en el capital social de un tipo societario, especialmente de capital, por aquello del riesgo limitado. Algunos ordenamientos han reforzado la operatividad de estas sociedades y el control de las transacciones de derechos en ellas con leyes especiales, pero remiten a las reglas del derecho societario su constitución y funcionamiento. No pretendemos generar una discusión sobre este punto. La idea es consensuar el esquema más flexible, seguro y que garantice lo que una parte de la sociedad dominicana ha reclamado: buena gestión y la permanencia de ese activo en el patrimonio público.

Finalmente, otra opción atendible sería combinar la aportación de la terminal de Punta Catalina a una sociedad anónima y ceder su administración corriente a una firma independiente, preferiblemente internacional con experiencia acreditada en este tipo de operaciones. De hecho, los poderes de administración en las sociedades anónimas son en principio delegables a terceros. Mediante un contrato por tiempo determinado (sujeto a ratios de rendimiento y desempeño) pudiera cederse la gestión ordinaria de la sociedad. El consejo de administración se mantendría en la dirección y se establecerían limitativamente los poderes y las obligaciones delegadas a la gestión independiente. Algunos dirían que eso puede resultar oneroso para el Estado; la pregunta se impone: ¿y el fideicomiso?, ¿es gratuito? La fiduciaria cobra honorarios por su administración. No sería ocioso comparar sus tarifas con el mercado internacional para este tipo de prestaciones y, de ser razonable, convocar a un concurso público internacional. De hecho, tampoco estamos proponiendo nada nuevo, mediante el Decreto núm. 536-20 del 6 de octubre 2020 el presidente Abinader llegó a nombrar al señor César Domínguez Sánchez Torres para coordinar la comisión técnica del Ministerio de Energía y Minas que debía elaborar y llevar a cabo la licitación pública internacional de una firma especializada en plantas termoeléctricas de carbón con el propósito de encargarle la operación y el mantenimiento de las dos unidades de la central Punta Catalina.

No nos casamos con ninguna de las opciones; todas (y otras no consideradas por razones de espacio) tienen debilidades y fortalezas. La idea es escoger la que avale más eficientemente el propósito buscado. Este debe ser un ejercicio cauto y reflexivo que debe contar con soluciones fáciles pero seguras, apoyado en un soporte técnico de alta acreditación para mitigar al máximo los riesgos. Por: Dr. José Luis Taveras [Diario Libre]