¿Qué es lo que se quiere? ¿seguridad sin enfrentar drásticamente a la delincuencia que azota y agobia? ¡Imposible!

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En la República de El Salvador, su joven y corajudo presidente, Nayib Bukele, declaró un estado de excepción hace 8 meses y cuyos resultados han sido, que el Estado ha pasado la ofensiva en su lucha eterna contra el ejército de 60 mil pandillas maras que habían asumido al país centroamericano en el terror más absoluto. Ocho meses luego Bukele ha logrado contener las embestidas de las pandillas y las que ahora parecería que están en repliegue y sus lideres, presos o muertos.

Pero y de cara a la población, El Salvador está pagando el duro precio, de vivir dentro de una situación, por la que los derechos humanos de los delincuentes y su deriva de afectación de derechos para sus familiares, a su vez, han sido afectados o vulnerados y como daño colateral, los derechos de una parte de la población, a la que se supone su gobierno debe proteger y como el resultado del escenario natural en el que la represión por un lado y el accionar guerrillero por el otro, marcan los tiempos para toda aquella nación.

Ahora han salido las hipócritas voces de burócratas de organismos internacionales y oenegés de supuesta defensa de los derechos humanos, reclamándole a Bukele que termine con el estado de excepción y con la represión desatada y por unas circunstancias, que por el accionar de las pandillas, se han salido de control, pero que es la única vía para que en su lucha por derrotar a las pandillas, el gobierno salvadoreño pudiera salir airoso en su objetivo de restaurar el orden público y mostrar mayor fortaleza  y hasta lograr la gobernabilidad plena.

Sin embargo, desde el exterior, a Bukele como al ejército salvadoreño, individuos e instituciones que no han vivido la orgía de sangre que abate al país centroamericano desde hace 30 años y por lo que las pandillas han asesinado a más de 50 mil personas en el mismo lapso, se les quiere presentar como lo peor, en tanto guerrillas como la peligrosa y asesina Mara Salvatrucha o MS-13 han pasado a ser publicitadas, poco que menos, como unas víctimas de la represión oficial. Por supuesto, Bukele y como debe de ser, no ha cedido un palmo y lo que le está ocasionando librar una guerra política y mediática y al costo del descrédito personal por su valiente decisión de Estado.

Aquí, todavía no se llega a los niveles de desastre institucional que tiene El Salvador, pero ciertamente que se va por el camino y con el “ingrediente” de que la mayoría de la policía está penetrada por la corrupción y el crimen vía los llamados “intercambios de disparos” y en muchos casos, con su asociación pecaminosa con los comerciantes disfrazados de “suplidores del Estado” y por lo que directamente, la población es la victima principal de la arbitrariedad policial.

Por eso y antes de llegar a los desastrosos niveles salvadoreños, el gobierno del presidente Luis Abinader (un descendiente de árabes como Bukele) debe contemplar la intervención directa de la policía vía el Ejército y todos los organismos de seguridad del Estado y anulando todos esos grupos civiles y la mayoría periodistas y “expertos” de la sociedad civil o de la organización “de justicia” que controla el sector financiero y quienes solo están interesados en sacar ventajas para sí mismos y sin importarles un bledo que este país se convierta en un estado policial originado en la irresponsabilidad colectiva, de no querer pagar el precio de sangre y de afectación de derechos que un estado de excepción conlleva.

No estamos diciendo que realmente la medicina para el pandillerismo dominicano sea igual que la que está utilizando El Salvador, pero evidentemente que hay que hacer algo y tomar una medida lo más drástica posible y si se quiere que la ciudadanía ande en las calles y sin exponerse a los robos y asaltos de pandilleros en motores, que tienen a la mayoría de los ciudadanos al coger la loma.

Aun así, la incapacidad e incompetencia de la dirección policial como del ministerio de Interior y Policía y que se comprueba en el temor que a despertado en la ciudadanía el accionar de una policía que entiende que todo ciudadano es un delincuente a quien haya que “reducir a la obediencia”, mientras la policía y como institución se ahoga en la corrupción interna y tanto, que el gobierno tiene un “asesor” español, que con sus ataques al cuerpo policial y como nunca se había visto en los últimos cincuenta años, en vez de ayudar a que la institución sea reencauzada ha quebrado las filas de la misma con una crispación tan generalizada, que ha impulsado lo contrario: La inamovilidad policial ante el miedo de que los verdaderos policías y al enfrentar la delincuencia e impongan la funcionabilidad del estado de derecho, se les castigue, descalifique y deshonre.

De este modo, al gobierno se le ve como un ente inútil en materia de seguridad pública y a los generales policiales, vueltos locos y sin ideas tratando de conservar sus puestos, mientras tiran a las calles policías reclutas y jóvenes con menos de seis meses de preparación y quienes como es lógico, por las instrucciones militaristas, la mayoría entiende que deben comportarse como una tropa de ocupación en territorio enemigo y de ahí que sus funciones estén descalificadas desde antes de empezar a patrullar.

Ahora bien, ¿cuál es el gran dilema que tiene Abinader?, que se está en un tiempo preelectoral que no parará hasta mayo de 2024 y que como de por medio existe la probabilidad de su reelección constitucional y la que está marcando un alto indicador de popularidad del presidente, el mandatario se vea como que debe frenarse en lo relativo a la reconducción policial, morderse los labios y dejar que todo se mantenga como está y aunque sí tratando de hacer lo mejor hasta llegar a las elecciones. O sea, ganar tiempo.

Esta realidad que vive el presidente, desde luego que no ayuda en mucho a un mantenimiento sostenido de la gobernabilidad desde el punto de vista del sostenimiento de la paz pública. Pero si Abinader mirara para atrás, se encontraría, que antes y en tiempos de Balaguer, la policía tenía un mecanismo de acercamiento a los barrios de las ciudades y de contactos fructíferos con sus juventudes y desde los clubes barriales, que generó, que en un 60 por ciento se amortiguó el crecimiento de la delincuencia social, al tiempo que la policía era mano dura con la delincuencia criminal y organizada y esta última y como ahora, contando con ese irresponsable apoyo mediático pretendiendo que los policías enfrenten tiros con flores y lo que naturalmente no puede ni debe ser.

Abinader entonces, tiene frente así un gran reto. Imponer la paz publica ante una delincuencia criminal desbordada y con lazos empresariales y al mismo tiempo, tratar de atenuar los efectos de la delincuencia social y comenzando por partirle el espinazo a ese ramal de delincuencia policial en asociación con la delincuencia juvenil y los puestos de drogas al menudeo, que la policía protege desde los cuarteles barriales o entonces e indefectiblemente, partir por el medio y mirarse en el espejo de Bukele.

De ahí que preguntemos: ¿Qué es lo que se quiere? ¿seguridad sin enfrentar drásticamente a la delincuencia que azota y agobia? ¡Imposible! (DAG)