Pronunciar un panegírico al despedir un duelo es tamaña tarea; quienes hemos estado en la tribuna, tanto penal como política, lo sabemos por experiencia.
Al menos así lo percibo, porque estuve inmerso en ellas, bien como abogado, ora como dirigente político y servidor público de tórridos procesos de justicia socialagraria.
Es breve, pero exigente, dado que tiene algo de testimonio acerca de un difunto; los escenarios de la partida son diversísimos: uno de los padres, un hijo, un hermano o amigo, o algo más complicado, un prócer.
Todos aquellos que con su muerte conmovieron a la familia o a la sociedad misma y merecen la evocación de sus acciones durante la vida.
Se me ocurre citar mi experiencia última para ilustrar lo que creo:
Al morir mi esposa, intenté hablar después de los hijos y me sentí diferente al orador de siempre; no era el penalista capaz de hablar horas sobre hechos intrincados en algún juicio, sino un doliente traspasado que, al tocar su ataúd se empequeñecía, al no estar en su tribuna de siempre.
No sólo es difícil, es cantera para la admiración o la mofa; algunos se han hecho gloriosos, otros no han tenido tal suerte.
Históricamente se han pronunciado piezas inolvidables, especialmente cuando se trata de personajes notables por sus virtudes o sus hazañas de guerra. Marco Antonio: ponderando al César masacrado en el Senado es un clásico, que sirvió para apacentar al pueblo ante su héroe muerto.
Hoy, hablaré de experiencias propias. Entregábamos un colega a la tierra y otro, notabilísimo, me decía al oido: “Colega, yo espero que usted se va a encargar de que el día que me traigan no me despidan de forma tan fea.” Poco tiempo después me tocó despedirle y la improvisación del panegírico resultó fácil, dado que su vida había sido interesantísima; un ejemplo impar de talento y virtudes.
En mi pueblo, un colega tenido como astuto y travieso, antes de morir me dijo: “Quiero reconciliarme contigo y te pido que me digas el panegírico; ¡eso sí!, descríbeme tal como he sido; no quiero elogios, porque no los merezco y para donde voy quiero ir arrepentido.”
Al cumplir el sensible encargo separé “errores deontológicos” de su condición humana; había sido un padre de familia ejemplar; lo que hizo fue malgastar su talento para trillar mejores caminos hacia el prestigio; conté su ruego en lecho de muerte; pareció redimirlo en el aprecio público al trascender la franca y sincera descripción que le hiciera.
Me detengo y traigo un panegírico de admiración universal por lo mucho que enseña su brillante contenido en labios de Winston Churchill, cuya presentación de inmortal huelga.
Neville Chamberlain y el panegirista habían tenido ásperas disputas, el primero siendo Primer Ministro, y el otro por llegar a serlo en el tiempo terrible del umbral de la Segunda Guerra. Uno, que creía en la paz ciegamente a la firma de Adolfo Hitler, y el otro que emplazaba al monstruo, consciente del dolor que al mundo le aguardaba por sus locuras.
Murió Chamberlain y Churchill, ya como Primer Ministro, pronunció una oración fúnebre para recordar al adversario político, que pasó a ser el asombro de todos.
La curiosidad pública estaba pendiente de saber cómo se haría Churchill, después de tanto desprecio que hiciera de la visión y virilidad del ilustre muerto. He aquí el modelo cumbre de un panegírico:
“Al rendir tributo de respeto y consideración a un hombre eminente que nos ha abandonado, nadie está obligado a modificar las opiniones que se hubiera formado o que hubiera expresado sobre cuestiones que han pasado a formar parte de la historia; pero a la puerta del cementerio quizá todos sometamos nuestra conducta y nuestros juicios a una escrupulosa revisión. A los humanos no les es dado -por fortuna para ellos, pues de lo contrario, la vida resultaría insoportable- prever ni predecir en gran medida el curso de los acontecimientos. En un momento dado los hombres parecen haber tenido razón, en otra haberse equivocado… La historia, a la luz temblorosa de su farol, camina dando tumbos por la senda del pasado, intentando reconstruir sus escenas, revivir sus ecos y suscitar con pálidos destellos la pasión de otros tiempos. ¿Cuál es el valor de todo eso? La única guía de un hombre es su conciencia; el único escudo frente a sus recuerdos es la rectitud y la sinceridad de sus acciones. Es muy imprudente caminar por la vida sin ese escudo, pues a menudo nos engañan la frustración de nuestras esperanzas y el fracaso de nuestros cálculos; pero con ese escudo, al margen de las jugarretas del destino, avanzamos siempre en las filas del honor.
A Neville Chamberlain le tocó, en una de esas crisis supremas del mundo, verse desmentido por los acontecimientos, frustrado en sus esperanzas y engañado y burlado por un hombre malvado. ¿Pero cuáles eran esas altas esperanzas suyas que se vieron decepcionadas? ¿Cuáles eran esos deseos suyos que se vieron frustrados? ¿Cuál era esa fe suya que fue violada? Seguramente fueran algunos de los instintos más nobles y benignos del corazón humano; el amor por la paz, el afán de paz, la lucha por la paz, la búsqueda de la paz, incluso en medio de grandes peligros, y, desde luego, con absoluto desdén de la popularidad y el aplauso.”
Me ha impresionado leerlo desde siempre. Su contenido tiene mensajes formidables acerca de los desencuentros entre hombres públicos cruciales. Por: Marino Vinicio Castillo Rodríguez [Listín Diario]