Dejaré correr algunas inquietudes a riesgo de que un liberal iracundo me acuse de imponer patrones. Escribo desde la masculinidad y con derecho a liberar cualquier impresión sobre la mujer. De manera que no me cuidaré de nada. Tampoco preciso de un esfuerzo extra: seré yo y mis juicios. Aclaro: no soy experto en nada, solo un hombre maduro frente a un teclado dócil. Lo demás es culpa del ocio. Así que ¡Al patíbulo!
Para empezar, confieso que por más piruetas retóricas no logro atrapar otra manera de decirlo: ¡La mujer es más que una necesidad! Y esa declaración no nace de afectaciones complacientes o para, en buen dominicano, “ponerme frío” con las féminas: es una conclusión poderosamente racional.
Bastaría imaginar un mundo habitado por hombres. Sería una ruina postapocalíptica. Y no solo por vivir con la eterna sospecha de que le falta algo, sino porque la uniformidad masculina me mataría de aburrimiento.
Algunos hombres lo han expresado de forma muy sublime, como el dramaturgo y poeta noruego Henrik Johan Ibsen cuando se atrevió a escribir esto: “Nuestra sociedad es masculina, y hasta que no entre en ella la mujer no será humana”. No iría tan lejos en la apología, pero sí creo que sin ella la creación o la naturaleza (para los agnósticos) sería un orden inconcluso.
Creo, sin embargo, que la mujer carga con prejuicios impuestos por la cultura machista. No me interesa explorar en orígenes o razones, pero sí en la vigencia de estos estereotipos, muy a pesar de las aperturas de los tiempos. El primero de ellos es presumir que el hombre es una bestia dominada siempre por el deseo sexual.
Es cierto, ese instinto es la más potente fuerza en la fantasía viril, pero la edad, la genética y la formación determinan un mayor o menor grado de compulsión. Hay hombres que, como la mujer, piensan que el sexo reporta su mayor placer cuando se da y recibe en un entorno afectivo. Hombres movidos por el “sentimiento del deseo”. Sí, ¡los hay!
El apetito sexual no solo es un tema hormonal o neurológico propio de la biología del macho, sino que atiende también a contextos culturales. Y es que no todos estamos poseídos por ese demonio indómito que nos arrincona en el triángulo de Venus. Algunos habitamos fuera de esa cárcel y procuramos otros agrados tan o más imperiosos que el de la piel.
No se trata de un juicio moral en contra de la sexualidad (libre u ordenada) para aquellos que ven “dogmas” hasta en la sopa. Es que tal preconcepción empuja a ciertas mujeres a creer que su físico es la única “inversión redituable” cuando quieren sentirse atraídas o recoger dividendos. Ignoran que, en tanto más espontáneas o naturales sean sus expresiones, desatarán una comprensión estética de mayor movilidad en el imaginario masculino.
La mujer debe saber que no todos los hombres nos desvivimos por una polución que, aunque no lo digamos, admiramos otras sensibilidades, atributos y sutilezas. No somos un manojo de histéricas testosteronas. Por eso las muchachas deben desmitificar la creencia de hay que mostrar o “dejar ver” para amarrar al varón. Así, el destape más escandaloso jamás competiría con una personalidad poderosa y atractiva. Hay hombres (terrícolas y normales) seducidos por lo que llamo “fantasías de alto piso”, como la inteligencia, la gracia y la sensibilidad.
La erotización masiva que durante varias décadas domina a las sociedades occidentales entra en un crítico umbral de cansancio y, en ese hastío, su desnudez no censurada pierde poder de seducción. La respuesta masculina a la sobreoferta del cuerpo ya no es el frenesí; es la habitual adaptación.
Por eso, en las últimas dos décadas, el mercado y el consumo se han movido de lo sugerido a lo explícito, de lo romántico a lo sensorial, de lo sensual a lo pornográfico. Los modelos de representación (visual, acústica, sensorial, lingüística, entre otros) se han abierto a tendencias cada vez más crudas y las redes sociales han relajado sus estándares permisivos.
A pesar de la bestial embestida audiovisual para erotizar tempranamente los sentidos, nos acostumbramos al desnudo femenino, tanto que el “misterio” implícito que procura su exploración empieza a agotarse. Entonces nos hemos dado cuenta de que la desnudez sin esa revelación dilatada in crescendo pierde sensibilidad erótica. Y es que el sexo duro y anatómico como pancarta del “arte urbano” ha sido muy frontal y desenfadado, rayando, en ocasiones, en lo repulsivo. Ha ido lejos en obscenidad, expresividad y crudeza. Ya sentimos que debemos volver al recato. El sexo romántico lo agradecería.
En una sociedad de gasto regida por una cultura sensorial (donde sentir vale más que pensar) el sexo es un producto de canasta básica, pero la explotación de la anatomía ha sido profusa y saturante. El cuerpo es la “debilidad más fuerte” para atrapar al hombre, pero no para retenerlo; la razón final se quedará en el conjunto armónico de condiciones que le suman riqueza a la personalidad como un todo unitario, por más humedad que supure el deseo.
Hace unos días, buscando un perfil en Instagram, me tropecé con un video promocionado de una adolescente que animaba impecablemente un coito con su cuerpo. Solo le faltaba un acompañante para rematar la explícita representación corporal. Subía, bajaba y contorneaba el bajo vientre al ritmo de un reguetón repleto de “poesía”. Los comentarios de los seguidores eran ladridos de una jauría jadeante. Por un momento pensé que esa niña era mi hija y empecé a imaginar los riesgos de la interacción con los hombres que la loaban con la misma vulgaridad de la canción. Esa abstracción me bastó para entender los peligros inconscientes que se ciernen sobre una generación sin controles responsables adecuados. Y el primero de ellos es creer que su valor reside en su cuerpo y que con él se puede construir un futuro de rápido rendimiento.
Intuyo la cara de fastidio que pondrán algunos después de haber leído estas necedades y no dudo de que piensen que este documento sea una mala transcripción de un manuscrito de moral de la Alta Edad Media adaptado a los tiempos de glorificación de la libertad individual. Ya les advertí que el ocio es creativo… y yo también vivo esa libertad. Apelo a ella. Por: José Luis Taveras [[Diario Libre]