Cuando quien ostenta poder, ya sea por la posición económica, por la función que desempeña, por el cargo que ocupa, por las relaciones que cree tener o que tenga y ligado a eso se tiene la concepción de que se está por encima del bien y del mal, es posible que, ante la comisión de una falta, lejos de asumir su responsabilidad o pedir disculpas se recurra a la odiosa cuestionante: ¿Usted no sabe quién soy yo…?
Por lo regular quienes acuden a esta expresión procuran evitar recibir las sanciones condignas que la falta cometida genera, y en una actitud a todas luces arrogante e irresponsable, lejos de admitir su error arremeten contra quien está llamado a señalarle la falta y establecer la sanción que la misma encierra o a tramitarla a los fines que correspondan.
Pero si bien se trata de una actitud atropellante en contra de quien está llamado a velar por el cumplimiento de la norma, como ocurre con el tránsito, por ejemplo, resulta mucho peor que esos que así actúan encuentren en muchos casos padrinos doblemente irresponsables, que terminan apoyando la mala acción y censurando al que ha actuado de manera correcta. Obviamente, esto igualmente aplica para quienes abusando de su cargo cometen agresiones en contra de ciudadanos correctos.
Esa situación se produce y se repite a diario en diversos escenarios, llegando en ocasiones a intervenir personas que “delegatarias del poder” se amparan en este para proteger a allegados sobre los que les consta andan en malos pasos, y sin ningún recato ni respeto por ellos mismos ni por la función que ocupan utilizan sus “influencias” para liberar de responsabilidad a quienes actúan en detrimento de las normas de la sana convivencia, llegando incluso al colmo de los descaros de utilizar esas mismas “influencias” para ponérsela difícil al que ha actuado de manera correcta, enviando con esto un mensaje totalmente equivocado.
Es algo muy lamentable porque todos conocemos la fragilidad institucional que ha caracterizado a nuestro país a través de los años, abonada en muchos casos por la falta de carácter de quienes ejercen determinadas funciones, que siendo estas en ocasiones ajenas al poder político se dejan narigonear y actúan como marionetas poniendo su cargo al servicio del que detenta “poder”, lacerando en esencia las normas de convivencias del verdadero dueño del poder… el pueblo.
Esa fragilidad institucional que impide la instauración de un régimen de garantías que proteja de arbitrariedades a quienes ejercen determinadas funciones y que es respaldada en muchos casos por la señalada falta de carácter hacen posible que siga teniendo vigencia en nuestra sociedad sino el tráfico de influencia al menos la concepción de que quien tiene “poder” puede hacer lo que se le antoje, lo que provoca a su vez que quienes están llamados a jugar determinado rol se alejen del mismo, dando cabida al desorden en todas sus manifestaciones.
Son muchos los lastres que debemos superar como sociedad y se requiere que todo el que está llamado a cumplir determinada misión la lleve a cabo sin tener más atadura que la norma social establecida, promoviendo conductas correctas, con personas suficientemente maduras y con la formación, integridad, reciedumbre y el carácter necesario para que protegidos por las debidas garantías puedan responder ante la cuestionante ¿usted sabe quién soy yo?: no, ni me hace falta saberlo. Por: José Manuel Arias M., [Listín Diario-Ojo]
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.