domingo, septiembre 1, 2024
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El ‘plan secreto’ del Gobierno contra la inflación

En el ala oeste de la Casa Blanca, Josh Lyman, uno de los asesores del presidente que protagoniza la serie de televisión, acude a la sala de prensa a reportar sobre varios asuntos. Allí, los periodistas, sabiéndole poco ducho en temas económicos, le acorralan con preguntas capciosas sobre los precios; para salir del atolladero acaba asegurando que el presidente tiene un “plan secreto para combatir la inflación”.

El plan, por supuesto, no existía en la ficción… y no sería fácil de concebir en el mundo real. La lucha contra la inflación recae sobre los bancos centrales, normalmente. Las circunstancias económicas globales, sin embargo, podrían aconsejar una revisión parcial de este enfoque de política económica.

El indicador adelantado del índice de precios al consumo (IPC) interanual se sitúa en el 7,4% en febrero, más de un punto por encima del dato de enero. La tasa subyacente equivalente aumenta seis décimas, hasta el 3%. La aceleración de ambos parámetros en las últimas semanas arroja un hecho, una intuición y una paradoja.

El hecho es que la inflación ya era un problema antes de la invasión rusa de Ucrania. El incremento de los precios energéticos lleva meses trasladándose al resto de la economía. En febrero de 2021, la inflación general y la subyacente eran prácticamente coincidentes y cercanas al 0%. Hasta septiembre de 2021 la subyacente no alcanzó el 1%, mientras que el índice general, impulsado por las materias primas y los costes energéticos, crecía entre el 2% y el 3%. Desde entonces, el incremento en los precios energéticos ha ido afectando al resto de la economía cada vez con más fuerza. Los acuerdos salariales que se deriven de la negociación colectiva marcarán la potencial moderación de la espiral de precios-salarios-precios. Los salarios son, con gran diferencia, el principal componente de los costes de producción. Sin incrementos salariales contenidos, la economía española corre el riesgo de convertir lo energético en estructural de manera aún más acentuada.

La intuición es que la moderación de la inflación esperada para la segunda mitad del año 2022 es cada vez menos probable. La invasión rusa de Ucrania ha disparado el precio del gas y del petróleo. JP Morgan advierte de que el precio del barril Brent podría alcanzar los 185 dólares si el suministro desde Rusia sigue limitado. Las materias primas alimentarias tampoco han dejado de crecer en esta última semana; el trigo ya supera los 400 euros por tonelada. La imprevisibilidad de la resolución de la guerra hace que tengamos por delante semanas de suministros de commodities más caros, en el mejor de los casos, y desabastecimientos, en el peor. La paulatina normalización de las cadenas de valor globales experimentada desde principios de año no se está viendo acompañada por la necesaria estabilidad geopolítica.

La paradoja es que, quizá por primera vez en la historia, el incremento de los precios pueda ser interpretado como una buena señal. El papel de Europa en esta guerra se centra, por el momento, en ayudar tímidamente a Ucrania desde el punto de vista militar, y en la potencial reducción de nuestros estándares de vida derivada de las sanciones impuestas a Rusia y de las represalias que estas generen. El incremento de la inflación será una señal de que estamos haciendo lo correcto si viene de una desconexión de una de las principales fuentes de financiación de las acciones militares rusas: la venta de gas a Europa. Pienso que es un impuesto que muchos europeos pagaríamos gustosos.

Es en este contexto cuando la propuesta del cercado asesor televisivo, Josh Lyman, tiene sentido. En tiempos de paz, los bancos centrales subirían los tipos de interés con celeridad para controlar la ya alta inflación. En tiempos de guerra, el riesgo de desaceleración o recesión es demasiado elevado. La única alternativa está en el lado fiscal. Los Gobiernos deben absorber la subida de precios energéticos derivada de la guerra mediante subsidios y reducciones de impuestos. Dada la inelasticidad de la oferta global, como advierte Blanchard, los ajustes deberían hacerse en base al consumo pasado. De otro modo, en caso de que todos los países occidentales optaran por la vía fiscal para absorber la inflación, el efecto de la política podría ser neutro.

El costo en términos de mayor déficit público es asumible si lo comparamos con el de las otras alternativas. En primer lugar, porque los intereses para financiarla son bajos, por el momento. En segundo lugar, porque la Unión Europea puede apoyar esta desviación para proteger a los países más vulnerables mediante el correspondiente mensaje de tranquilidad a los mercados. Se trata de un esfuerzo excepcional hecho en tiempos de guerra. El ajuste posterior –que deberá existir y que será igualmente exigente– tendrá que ponerse en marcha una vez la enorme crisis humanitaria a la que el mundo se enfrenta quede bajo control.

Solo cabe esperar que la respuesta por parte del sector público no tarde en llegar, que sea equilibrada en términos de endeudamiento futuro y que, al contrario que en El ala oeste, sea pública, notoria y evaluada. Por: Gonzalo Gómez Bengoechea es profesor de economía de Comillas Icade [CincoDías]

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