Cambio de régimen en Cuba

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Bruno Rodríguez Parri­lla, el Canciller cuba­no, fue utilizado por Raúl Castro para in­tentar “asustar” a los jóvenes creadores de “Archipiéla­go” y del Movimiento San Isidro. Bruno convocó a los diplomáticos radicados en Cuba y dijo que no se tolerarían los desmanes anun­ciados para el día 15 de noviem­bre. ¿Por qué? Muy sencillo y siniestro: porque Estados Unidos está detrás de esos esfuerzos pa­ra “cambiar el régimen de la Isla”. Está detrás con su dinero sucio y con la malvada CIA que no pierde una oportunidad de hacerle daño al país.

Cuando Raúl pensó a quién asignar la presidencia de Cuba dudó en utilizar al ingeniero Mi­guel Díaz-Canel. En cierto mo­mento creyó que la presidencia la defendería mejor Bruno Rodrí­guez, pero optó por confiar en el criterio de José Ramón Machado Ventura, su “cazatalentos” oficial. Ambos están arrepentidos por la selección, pero creyeron les bas­taría con situarle al presidente Díaz-Canel un Primer Ministro en su entorno, como si fuera una na­na mágica. Para esos fines utiliza­ron al arquitecto Manuel Marrero Cruz, aunque tuvieran que revivir el cargo, liquidado desde 1976. (En su momento, Marrero ofen­dió a los médicos en medio de la pandemia, lo que le pareció injus­tificable a Raúl Castro, pero pre­firió reprenderlo en privado, algo que Díaz-Canel se encargó de di­vulgar).

Tal vez es imposible tener un presidente y un primer ministro ajenos al origen de la revolución. Para eso se instauraron las repú­blicas, organizadas en torno a le­yes e instituciones absolutamente neutrales que cambian de destino con cada generación que va lle­gando al poder. En Estados Uni­dos se asegura que el Partido De­mócrata fue creado por Thomas Jefferson, pero este “padre funda­dor” tenía en la cabeza una socie­dad esclavista de pequeños propie­tarios de plantaciones, como era lógico pensar en aquellos años (fue presidente de 1801 a 1809).

El error está en creerse el cuen­to del marxismo-leninismo y en suponer que, una vez hecha la re­volución, se dio con el diseño del Estado perfecto y los objetivos per­manentes. Eso, sencillamente, no es verdad. Como dice la canción del cantautor cubano Carlos Vare­la: “Guillermo Tell/ tu hijo creció/ y quiere tirar la flecha”. Los cubanos jóvenes no se ven a sí mismos como los continuadores de ninguna revo­lución. Quieren tirar sus propias fle­chas. El líder del Movimiento San Isidro, el artista plástico Luis Ma­nuel Otero Alcántara o el drama­turgo Yunior García Aguilera, naci­dos en los años ochenta, no sienten la menor adhesión a la obra de Fi­del, Raúl o el Che.

Si la revolución es cambio súbito, el país más revolucionario del mun­do es Estados Unidos, al menos desde el siglo XX. Ahí surgen los hallazgos tecnológicos y científicos más importantes del planeta, pero también las experiencias literarias más trascendentes, los cantautores, desde el ragtime al rap, pasando por los blues, el rock, el country, el góspel y hasta la salsa “niuyorqui­na” que incorpora guarachas cuba­nas, música puertorriqueña y ba­chatas y merengues dominicanos.

No hay ninguna posibilidad de comunicarles a los jóvenes las emo­ciones “antiyanquis” de algunas generaciones que hicieron la revo­lución. Para ellos el bloqueo es un pretexto para oprimirlos. Saben que Paquito D’Rivera, Chucho Val­dés y Arturo Sandoval tuvieron que irse con su música a otra parte, co­mo antes habían hecho Celia Cruz, Olga Guillot y Fernando Albuerne, por sólo mencionar unos pocos ar­tistas entre los miles que se han exiliado, porque en Cuba la idio­tez y la dictadura se concretaban en una expresión extraordinaria que tuvo que oír alguna vez Paquito D’Rivera: “el saxofón es un instru­mento contrarrevolucionario”.

En efecto, los cubanos desean cambiar el régimen que impera en la Isla. No son los Estados Unidos. A los Estados Unidos les importa bien poco el destino de sus vecinos. Los cubanos no quieren echarse al monte ni liarse a tiros para cambiar de régimen. Desean hacerlo pacífi­camente, mediante consultas perió­dicas abiertas y de buena fe. No co­nozco el ánimo de los gobernantes cubanos. Pero si estuviera en los za­patos de ellos me lo pensaría. Por: Carlos Alberto Montaner [Listín Diario]