La semana pasada, cuando la agenda política europea estuvo centrada en la cumbre medioambiental de Glasgow, en la crisis fronteriza entre Bielorrusia y Polonia y en el aumento de casos de covid-19 en Alemania, los miembros de la sexta sesión plenaria del XIX Comité Central del Partido Comunista de China (PCCh) estuvieron trabajando duro en Pekín.
La sesión aprobó una declaración sobre los “Grandes Logros y Experiencia Histórica de la Centenaria Lucha del Partido” (solo se redactaron dos antes, en 1945 y 1981), declarando a Xi Jinping un líder a la altura de Mao Zedong y Deng Xiaoping, y reconociendo oficialmente la estrategia de ‘circulación dual’ que podría convertirse en una prioridad clave en el decimocuarto plan quinquenal del gobierno que cubre los próximos años hasta 2025.
En pocas palabras, esta resolución proclama la tendencia de China hacia la autosuficiencia económica y la dependencia del mercado interno en lugar del externo. Es un movimiento oportuno, ya que las exportaciones chinas, que se vieron multiplicadas por 50 entre 1990 y 2014, crecieron solo un 11% desde entonces. Sin embargo, dudo que la nueva estrategia pueda evitar que la economía china fracase, por no decir asegurar su crecimiento a largo plazo.
En mi opinión, a día de hoy la historia de China se asemeja a la época gloriosa de Japón a mediados de la década de 1980, cuando muchos expertos occidentales hablaron de Japón como el próximo “número 1″ en la economía mundial, y el terreno donde se encontraba el complejo del Palacio Imperial en Tokio costaba más que todas las propiedades inmobiliarias existentes en California.
En estos días, el “círculo interno” de la economía de China se basa en una gran reserva de deudas (del sector empresarial supone el 160% del PIB en comparación con el 50% de EE UU), lo que ha provocado un vertiginoso aumento de las valoraciones inmobiliarias y el crecimiento de la inflación.
Al igual que en Japón en 1988, en China la mayoría de los productos industriales fabricados a nivel local son ahora más caros que los mismos productos chinos que se ofrecen en Nueva York o Berlín. Y, a diferencia de Japón, la economía china depende de las importaciones tecnológicas (el 70% de los ordenadores y teléfonos inteligentes fabricados en China funcionan con microchips de fabricación extranjera); el yuan, a diferencia del yen, no es una moneda fuerte que pueda dar al gobierno la oportunidad de administrar sus deudas; y, por último, pero no menos importante, Pekín es visto como un competidor geopolítico en ascenso para Occidente.
Creo que una economía industrial con una enorme cantidad de dinero administrado por el Estado y que depende de una transferencia constante de tecnología de fuera, no puede vencer a las economías de la información que utilizan su capital humano como su activo más valioso y aseguran un poder financiero incomparable debido a su estatus monetario en la economía global.
Pronto ha comenzado Pekín a anunciar sus ambiciosos planes preparando su ascenso -como ya explicaron muchos analistas- en contra de “la lógica de la estrategia”. Por lo tanto, yo diría que para 2030 China no se mantendrá tan fuerte como lo hizo Estados Unidos en el 2000. Por: Vladislav L. Inozemtsev [La Razón]