Comunidades e Internet

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Todas las generaciones de seres humanos han tenido, tienen y tendrán que enfrentarse al bien y al mal. Que yo sepa el hombre es el único ser vivo que debe convivir con este dilema.

No me entienda mal. Este dilema no consiste en cómo se transmiten y asimilan las normas por las que se rige el grupo social en el que se integra todo nuevo individuo. No se plantea entre contenidos de códigos de conducta. Se origina, inevitablemente, en la estructura más profunda del ser humano. Vivir como humano es actuar voluntariamente. O lo que es lo mismo: eligiendo. Todo ser humano ha de aprender, y de hecho aprenderá, a elegir.

El niño dispone, desde su nacimiento, de ayuda para aprender a orientarse en el laberinto de la elección. Lo natural es que se trate de sus padres. Pero ¿qué ayuda pueden ofrecerle? Podría parecer una paradoja si afirmase que los primeros que deben aprender algo son ellos, los padres. Parecerá más paradójico todavía el afirmar que lo que han de aprender es a sentir con el propio hijo. Sin embargo, yo creo que no hay tal paradoja. El hombre no debe dejar de aprender nunca y un hijo es un motivo más que justificado para seguir haciéndolo. Por otro lado, sentir, en este caso, no significa percibir a través de los sentidos. Entendamos, de manera alternativa, el sentir con el propio hijo como la común unión frente a la continua interpelación de las posibilidades de la realidad. Interpelación que, junto con la libertad, forman los dos extremos del acto de la elección.

Sin duda, este sentir común exige del adulto un esfuerzo doble ya que la forma que cualquier alternativa toma para su hijo es diferente que la que toma ante él: el grado de desarrollo como persona de ambos impone inexorablemente esta diferencia. Asumirla, captarla y respetarla es el modo de coparticipación del padre en el desarrollo de su hijo en libertad; negarla, actuando como si no existiera pretendiendo una igualdad ficticia, termina en imposición.

Los padres son la primera experiencia de sentir compartido para los hijos, pero, ni mucho menos, la única. El desarrollo social del individuo exige su inclusión en diferentes grupos humanos: la familia celular o extensa, la escuela, los compañeros y amigos. Muy pocos padres elegirían para sus hijos una infancia o adolescencia sin escuela; menos desearían que sus hijos careciesen de amigos y compañeros. Al querer escuela y amigos los padres aceptan que sus hijos sientan en otras comunidades.

Con el paso del tiempo, además, el joven descubrirá que es capaz de valorar por él mismo las comunidades en las que se encuentra integrado y sus alternativas. Lo que hasta ese momento se percibía como indiscutible pasa a ser, a su vez, elegible. Con ello queda fijado qué y quién va a influir con más fuerza en la constitución de la personalidad del individuo.

Si nos fijamos en lo dicho hasta ahora, apreciaremos que el sentir en comunidad (de común unión) es el origen primario de lo que siempre se han llamado prejuicios. Esta palabra ha adquirido una semántica peyorativa, pero, si la escribimos intercalando un guion, refleja sencillamente que la racionalidad del hombre es limitada y que es imposible su absolutización. La elección está siempre cargada de prejuicios, es decir de sentimientos compartidos.

Vengamos ahora a la actualidad. ¿Cómo afecta Internet al desarrollo del dilema del bien y del mal? Internet define la era de la información. A pesar de este hecho, todos sabemos que Internet no ha creado la información existente. Sin duda ha favorecido la inclusión de mucha, pero sobre la que ya existía y era accesible por diferentes medios. Lo que sí se puede asegurar, es que Internet ha transformado el modo en que el individuo se relaciona con un mundo pleno de intercambios. La red ha unificado virtualmente la multitud de centros que anteriormente se encontraban espacial y temporalmente dispersos.

Esta unificación que nos hemos acostumbrado a adjetivar de virtual, pero que adquiere características de auténtica realidad, dota a nuestro rehecho centro de intercambios de su propiedad más llamativa: su densidad. Nunca tanto material había estado disponible al mismo tiempo y en el mismo lugar para el ser humano: desde mi navegador puedo encontrar datos para completar mi tesis o para plagiarla; puedo descargar contenido cultural legal o piratearlo; puedo elegir entre acceder a datos sobre los tesoros culturales de la tierra o a imágenes de su más degradante miseria; puedo ser yo ante los demás o puedo esconder mi identidad con los objetivos menos confesables.

Algunos dicen: ¡Ahí está el peligro de Internet! ¡Nuestros hijos están desamparados! Antes de dejarnos llevar por estas emociones, deberíamos intentar algunas reflexiones. Es obvio que Internet contiene cosas malas, pero también buenas: exactamente igual que el mundo real. La diferencia es, repitámoslo, su novedosa densidad. Puedo elegir entre muchas cosas, la mayoría de las cuales ya estaban disponibles en un mundo sin Internet, pero ahora todo lo está a la vez, en cualquier lugar y con un coste ridículo.

Internet, por tanto, acerca al joven pre-adolescente a un número ilimitado de comunidades. También anula la protección que hasta ahora proporcionaba la distancia. La influencia de cualquier comunidad ya no está determinada por un espacio físico compartido, sino que se regula por la simple presión de un botón de un aparato que lleva en el bolsillo.

Decíamos al principio que el joven disponía de la ayuda de sus padres para introducirse en el dilema de la elección. Si esta primigenia unión común se produjo, es posible aspirar a que el adolescente no sucumba ante cualquiera de las numerosísimas comunidades cuyas puertas se abran ante él. Si aquella nunca tuvo lugar, el adolescente se enfrentará a la densidad de Internet sin disponer de una educación electiva. Este es el punto clave cuando hablamos de los peligros de Internet.

La complejidad de las nuevas tecnologías no debería suponer la renuncia de los padres a su papel de guías de sus hijos en el ejercicio de la libertad. La tarea es demasiado importante y bonita como para abandonarla. ¿Es más difícil que lo era antes? Posiblemente. ¿Existen demasiadas alternativas? Sin duda. Ahora bien, a pesar de todas las excusas, resistir la tentación es un mandato implícito en el mismo momento en que se crea una nueva relación de paternidad. Se trata de nuestros hijos y de su futuro; el cual depende, en gran manera, de unos padres que nunca resultarán superfluos cuando se trata de aprender a elegir. Por: Juan A. Suarez [Diario Libre]