Durante los próximos meses escucharemos y leeremos elogios cada vez más exaltados de la ignorancia; primero, como ya está ocurriendo, de famosuelos con audiencias específicas, después de figuras bien consolidadas y por último de políticos.
Con los vacíos de una educación en la que hemos cargado a los docentes de protocolos y los hemos desprovisto de medios, con los errores de mi generación que ha educado a sus hijos con una sobreprotección tóxica, y con unos contenidos de entretenimiento que han dinamitado nuestra capacidad de atención y, de paso, la corteza prefrontal de los jóvenes, el terreno para ese mensaje está sólidamente abonado: para qué estudiar, para qué la lectura, el aprendizaje, la historia o el pensamiento.
Ellos (nosotros) ya sabemos todo eso, y lo que no sabemos no lo necesitamos. Puedo entender esas pseudoteorías en quien necesita justificar sus carencias, en quien ha obtenido la mínima visibilidad como para desquitarse de unas circunstancias en las que fracasó en los estudios, o con peculiaridades que fueron desatendidas; o en los adolescentes que repiten lo que escuchan a quienes admiran. Quién no comprende que un niño remolonee ante sus tareas o proteste enfáticamente cuando le mandan leer un libro.
Pero ah, el cinismo de que quienes defiendan eso tengan la vida resuelta; de saber que sus hijos no tendrán que pelear por un buen puesto o un puesto en absoluto, porque su posición les garantiza los mejores; que caerán siempre de pie en un mundo que se tambalea por la IA; el descaro de quienes desean cortar el débil hilo de ascenso social que mantiene la educación, de quienes olvidan que apenas hay una, dos generaciones entre el analfabetismo y nosotros; la intención de que las cosas empeoren, ah, no, eso no. Demasiado tiempo nos han dicho los señoritos que no valemos para estudiar como para que vengan ahora sus nietos a reírse de los que ahora pueden hacerlo. Por: Espido Freire (20Minutos)
imagen: Jóvenes con teléfonos móviles.- ArchivoEUROPA PRESS