James Cameron dice que “Avatar: Fire and Ash” existe por una razón sencilla y brutal: porque después de la muerte de un hijo no se puede seguir contando la historia como si nada hubiera pasado. No lo plantea como una decisión creativa, sino como una consecuencia inevitable.
“No quería una película donde el duelo se resolviera con acción”, explica en la entrevista a la que tuvo acceso este medio. “Eso no es real. El dolor no funciona así”.
Desde su perspectiva, la tercera entrega de Avatar no arranca con una nueva amenaza externa, sino con una herida interna que no cicatriza. La familia Sully no está reaccionando al mundo; está intentando sobrevivir emocionalmente dentro de él.
Cameron insiste en que el cine comercial suele usar la pérdida como combustible narrativo rápido, pero que rara vez se detiene a observar lo que realmente ocurre cuando alguien muere y deja un vacío permanente. Fire and Ash nace de esa pausa incómoda.
Habla especialmente de Neytiri (la actriz dominicana Zoé Saldaña es quien le da vida). No la describe como heroína ni como figura moralmente ejemplar. Dice, sin rodeos, que el dolor la empuja hacia un lugar oscuro. “Ella entra en una etapa donde ya no puede ver más allá de su propio sufrimiento”.
Cameron no suaviza el arco. Reconoce que Neytiri desarrolla una forma de odio que excluye, que simplifica al otro, que se vuelve peligrosa. Y lo dice con plena conciencia: “Eso pasa. No todos los duelos nos hacen mejores personas.”
La decisión de mostrar ese proceso no responde a provocación, sino a honestidad. El veterano cineasta cree que esconder esa deriva sería mentirle al espectador. “El duelo no es limpio. No es inspirador. A veces es feo”.
En “Fire and Ash”, el conflicto no es solo entre mundos o especies, sino dentro de la propia familia. Por eso la narración cambia de eje. Cameron explica que Jake Sully ya no puede cargar la historia como antes. Su figura es demasiado grande, demasiado mitificada.
En cambio, Lo’ak habla desde un lugar más frágil. “Es alguien que siente que nunca encaja del todo”, dice. “Ni en su familia, ni en su cultura ni en el mito que otros proyectan sobre él”. Cameron reconoce en ese sentimiento algo profundamente contemporáneo: jóvenes creciendo bajo expectativas que no pidieron. La familia, insiste, no es un refugio estable. Es una estructura viva que se tensa cuando todo alrededor se quiebra.
Cameron enumera los factores casi como si se convenciera a sí mismo: desplazamiento, guerra, pérdida, choque cultural, maternidad, paternidad. “Eso no fortalece automáticamente a nadie”, dice. “A veces rompe”. Cuando habla del desplazamiento de los Sully, no lo presenta como alegoría abstracta. Habla de refugiados. De personas obligadas a abandonar su hogar y a adaptarse a una cultura que no es la suya. “No es solo perder una casa”, explica. “Es perder una forma de entender quién eres”. En “Fire and Ash”, ese desarraigo es emocional antes que geográfico.
Cameron también es explícito al defender el trabajo actoral detrás del performance capture. Le molesta —visiblemente— que se reduzca ese proceso a “voz”. Dice que es uno de los malentendidos más persistentes del cine contemporáneo. “Los actores están actuando. Punto”.
Describe ensayos largos, escenas que se descubren en el momento, libertad para equivocarse, tiempo para explorar emociones sin la presión del rodaje tradicional. Reconoce incluso una culpa: haber ocultado durante años ese proceso. “Creo que invisibilizamos a los actores”, admite. Ahora quiere corregirlo en esta etapa.
Para él, Avatar no es tecnología con actores encima; es actuación en estado puro, solo que en otro cuerpo. Pandora, en su visión, no busca realismo científico, sino coherencia emocional. “Tiene que sentirse viva para que nos importe lo que les pasa a quienes la habitan.” Cameron repite una idea clave: Avatar no es ciencia ficción dura, es fantasía alegórica. Usa otro mundo para hablar del nuestro sin que levantemos defensas automáticas.
Cuando aborda temas industriales, el futuro del cine, la inteligencia artificial, la supervivencia de las salas, vuelve a lo mismo: la experiencia humana compartida. “La gente no se va a mover por cualquier cosa”, dice. “Tiene que sentir que vale la pena”.
Para el laureado director, “Fire and Ash” aspira a eso: no a ser más grande, sino más honesta. Habla del tiempo con una franqueza poco habitual en la actualidad y reconoce que no puede hacer infinitas películas. No lo dice con melancolía, sino con enfoque. “Quiero seguir contando historias que importan mientras pueda”.
«Fire and Ash», en ese sentido, se siente como una obra consciente de su propio peso. James Cameron no presenta esta película como un espectáculo más. La presenta como una consecuencia emocional. Como una historia que no podía evitarse después de todo lo que ya ocurrió. Y quizá por eso se siente distinta: porque no quiere impresionar primero, sino acompañar. (LD-rpr / OJO-jj)





