viernes, julio 5, 2024
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Macron y el falso centrismo

Las legislativas del domingo en Francia han supuesto un nuevo y duro varapalo para Macron, que recoge el fruto a una forma arrogante, displicente y altanera de gobernar, despreciando una y otra vez a los votantes lepenistas e izquierdistas, como si estuviese respaldado por una mayoría absoluta de la que no dispone.

No es excepcional ver en las calles del país vecino a jóvenes presos de ira contra el presidente francés, al que la ultraizquierda llama «monarca republicano» por su «despotismo ilustrado», más propio del guillotinado Luis XVI que de un jefe de Estado de la democrática V República.

Le acusan con razón de jactancioso, de vivir instalado en el caladero del buenrrollismo anti-Le Pen, de no escuchar ni dialogar, de imponer reformas relevantes por la vía del decreto-ley marginando al Parlamento, muy al estilo de su más que amigo Pedro Sánchez.

Mélenchon le suele tildar de «esbirro de los Rothschild», en alusión directa a su fulgurante carrera subvencionada al amparo de esa elitista familia de banqueros masones, urdidores de la estrategia del social-liberalismo centrista, suerte de representación que consiste en presentarle como alguien que no es «ni de derechas ni de izquierdas», cuando en realidad es tan de derechas o más que Marie Le Pen, sólo que travestido de modernismo.

El problema de Macron, como el del centrismo bien-pensante en general, es que son ellos los que con sus políticas arrogantes alimentan a las opciones radicales. No tienen idea de gestión, y además exhiben un supremacismo cultural que desprecia a quienes no piensan como ellos.

Es Macron, pero también Trudeau, Rutte, Sánchez, Scholz o Von der Leyen, todos cortados por el mismo patrón de una presunta superioridad intelectual que sataniza a la disidencia. Ellos son en realidad los verdaderos responsables del crecimiento espectacular de la extrema derecha en Europa.

Igual que Obama, Hillary y Biden en América del fenómeno trumpista. Pijos ricos de apariencia izquierdista que penalizan a agricultores, ganaderos y transportistas, y a cuantos se quejan de falta de seguridad en las calles, a los que denuncian los problemas derivados de la inmigración ilegal, a los miles de jóvenes sin trabajo que reclaman algo más que un bono cultural.

No de otra manera se entiende que en Francia estén unidos contra Macron el todopoderoso sindicato CGT y diferentes movimientos de campesinos, ecologistas, estudiantes, chalecos amarillos y hasta los sanitarios antivacunas-Covid, que no le perdonan sus aires napoleónicos, por haberles insultado durante la pandemia, cuando llegó a decir, con su habitual engreimiento: «les voy a joder la vida».

Las formas altivas, petulantes y jactanciosas del fundador de «La República en Marcha» es lo que más critican los millones de franceses que le han vuelto a censurar en las urnas. Aún hay quienes recuerdan su prepotente discurso de 22 de marzo, cuando se esperaba un gesto de humildad tras los incendiarios altercados sufridos en Francia por la huelga de las pensiones.

En lugar de exhibir algo de modestia, reconociendo errores y pidiendo disculpas, lo que nunca está de más, se limitó a decir, tan encopetado como siempre, que «las protestas son ilegítimas», lo que encendió aún más la protesta de los huelguistas.

Un dirigente lamentable, en fin, responsable a la postre de la crecida ultra a su derecha e izquierda, de convertir Francia en un peligroso polvorín. Por:  José Antonio Vera [La Razón]

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