Morir en la Alhambra

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«Me parecía lo más triste del mundo y, al mismo tiempo, lo más hermoso. El hombre venía a la Alhambra a morir». Lo contaba Blanca Espigares Rooney en su blog. La arquitecta y experta en arte llevaba años enseñando el monumento granadino, pero nunca había conocido a nadie tan enamorado de él.

Alguien cuyo deseo final en esta vida fuese volver a ver el palacio rojo de Granada. El señor Engels amaba el Renacimiento, ese tiempo de ciudades y descubrimientos vertiginosos, y guardaba en su memoria una visita antigua al palacio de Carlos V, redondo en su perfección.

También recordaba la luz bendiciendo el Patio de los Arrayanes, duplicando en el aljibe los encajes primorosos de los arcos. Y quería volver a contemplarlos y sentarse frente a la Torre de Comares antes de marcharse definitivamente. Belleza para despedir la belleza.

Con más de noventa años, tomó con su mujer un vuelo de Zurich a Málaga y quedó tan exhausto de aeropuertos, pasillos y taxis que necesitó cinco días de hotel para reponerse. Contrató después un coche con chófer hasta el parador de Granada y empleó dos días más en la recuperación.

Por fin, emprendió con Blanca la penosa marcha hasta la Alhambra. «Se negó a usar silla de ruedas. Cada cinco o seis metros se sentaba para recuperar el aliento». Tardó una hora entera en hacer el trayecto hasta la entrada del palacio. En los descansos, Blanca desplegaba los recuerdos de su propia familia alhambreña.

Le habló de Abelardo Linares, su tatarabuelo, habitante pintoresco del edificio desde el siglo XIX, que vestía de moros a los turistas primeros para ofrecerles fotografías. Era el tiempo en que los cuentos de Washington Irving pusieron de moda la visita. Granadinos con ancestrales historias «okupas», algunos desde el momento mismo en que Felipe V despreció el monumento y ordenó vaciarlo y abandonarlo. Blanca contó, por ejemplo, el estallido de la guerra civil, cuando su abuela corrió a refugiarse tras los gruesos muros del palacio carolino.

O la anécdota de su tío niño, que quemó un árbol junto al Patio de Abencerrajes, provocando una emergencia con bomberos. «Wonderful, wonderful» exclamaba una y otra vez el señor Engels. Al llegar al Patio de Arrayanes dejó de hablar, mudo de asombro, y en el Salón del Trono se sentó definitivamente silencioso, extasiado mirando al techo.

No llegó a entrar al patio de los Leones, no le quedaban fuerzas. Desde el quicio recorrió con los ojos lentos las melenas ordenadas, las bocas primitivas, las garras. «Creo que tenemos que volver», dijo entonces, y sonó como un último suspiro. Mirando a Blanca le susurró al oído: «Me has hecho el hombre más feliz del mundo… hija de la Alhambra» Cuando el señor Engels y su mujer se alejaron en taxi, la guía lloraba tanto que la gente se acercó preocupada. Por: Cristina L. Schlighting [La Razón]