Después de más de veinte años de debates, aplazamientos y reformas inconclusas, el Congreso Nacional finalmente ha aprobado y el Poder Ejecutivo ha promulgado la tan esperada modificación del Código Penal Dominicano, una pieza legislativa que, hasta ayer, arrastraba el peso de un texto que databa de 1884.
La Ley No. 75-25 supone, sin duda, un hito histórico: incorpora figuras penales largamente reclamadas y llena vacíos jurídicos que por décadas dejaron a víctimas y, a la sociedad sin respuestas efectivas. En este sentido, la tipificación de delitos como el homicidio agravado, el homicidio preintencional agravado, el feminicidio agravado, el sicariato, el bullying, el ciberbullying, el arresto ilegal o el proxenetismo, entre otros, representa un avance indiscutible en la protección de la vida, la dignidad y los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Sin embargo, en medio de estos avances palpables, se desliza silenciosamente una amenaza que no podemos ignorar: la peligrosa intención de restringir la libertad de expresión. Particularmente en los artículos 208 y 210, se ocultan disposiciones que tipifican la difamación y la injuria con términos vagos y ambiguos, “afectar la consideración”, “expresiones afrentosas o despreciativas”, cargados de subjetividad y abiertos a interpretaciones antojadizas. No es difícil imaginar un escenario en el que estos conceptos, por su amplitud y falta de precisión, se conviertan en herramientas para silenciar voces críticas, intimidar periodistas, amedrentar líderes sociales o acallar ciudadanos que se atreven a cuestionar al poder.
La historia nos ha enseñado que las libertades se pierden gradualmente, no con un único golpe, sino con normas que, disfrazadas de orden y respeto, erosionan el derecho a disentir. Por eso, este año de vacatio legis no puede convertirse en un tiempo de complacencia, sino en un espacio para la más amplia deliberación social. Esto implica, abrir un debate plural, técnico y democrático que garantice que la lucha contra los delitos no se transforme en una mordaza para la ciudadanía.
En conclusión, si permitimos que esta amenaza avance, mañana podríamos despertar en un país donde opinar libremente no sea un derecho, sino un riesgo. Por eso, desde ya, debemos preparar el terreno para que el Tribunal Constitucional se convierta en la última trinchera de defensa de la libertad de expresión, mediante acciones individuales o colectivas que preserven el alma misma de la democracia. Porque sin voces libres, no hay Estado de derecho. Por: Máximo Calzado Reyes (El Caribe)