domingo, julio 28, 2024
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USA: Diplomatic hypocrisy

Desde 1775 hasta el presente, Estados Unidos ha intervenido militarmente en 59 ocasiones en distintos países de América, Europa, Asia y África. En América Latina la potencia occidental ha invadido durante un siglo desde 1886 (México) hasta 1989 (Panamá). Las naciones que sufrieron ocupaciones fueron México (que perdió la mitad de su territorio), Puerto Rico, Cuba, Nicaragua, República Dominicana, Uruguay, Paraguay, Argentina, Grenada, Panamá, entre otros. Las cruzadas militares de los Estados Unidos no fueron precisamente para llevar democracia, seguridad ni estabilidad, sino, en su mayoría, para imponer regímenes autoritarios, dóciles, y afirmar los intereses de sus corporaciones transnacionales.

Estados Unidos apoyó las dictaduras de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela (1948-1958), Fulgencio Batista en Cuba (1952-1959), Anastasio Somoza en Nicaragua (1937-1979), Gustavo Rojas Pinilla en Colombia (1953-1957), Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989), François Duvalier en Haití (1957-1971), Juan Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), Hugo Banzer en Bolivia (1971-1975), Augusto Pinochet en Chile (1973-1990), Juan María Bordaberry en Uruguay (1973-1976), Ernesto Geisel en Brasil (1974-1979) y Jorge Rafael Videla en Argentina (1975-1978), entre otros. Todos fueron regímenes de fuerza, sombra y muerte.

Estados Unidos propició el derrocamiento de varios gobiernos latinoamericanos que resultaron de elecciones tan o más democráticas que muchas de las que se dieron en su propia historia: Jacobo Árbenz en Guatemala (1954), Juan Bosch en la República Dominicana (1963), João Belchior Marques Goulart en Brasil (1971), Juan José Torres en Bolivia (1971), Salvador Allende en Chile (1973), Isabel Perón en Argentina (1976).

Estados Unidos ha sido la única nación en la historia planetaria que ha hecho detonar dos bombas atómicas, por cuyo impacto murieron cerca de trescientas mil personas.

Las primeras cinco fabricantes de armas de guerra del mundo son corporaciones americanas: Lockheed Martin, Boeing, Raytheon, Northrop Grumman y General Dymamics, compañías que solo en el año de la pandemia cerraron con ventas de 285,000 millones de dólares. Estas empresas son núcleos duros de los llamados “special interests” en el “establishment” político de los Estados Unidos.

Dentro de los países que exportan el 75 % de las armas del mundo, tres son miembros de la OTAN: Estados Unidos, Francia y Alemania; los otros son Rusia y China. Entre 2011-2015 y 2016-2020, Estados Unidos aumentó sus exportaciones mundiales de armamentos, consolidando su liderazgo con un 32 % y 37 % del mercado global. Vendió armas, durante el segundo período, a 96 países. El presupuesto militar de la OTAN pasó de 896,000 millones de dólares a 1,049,000 millones de dólares, a mediados del año pasado: un incremento del 15 %. El gasto militar de Rusia es de un 6 % de lo que destina la OTAN.

El número total de civiles afganos muertos durante los veinte años de ocupación de los Estados Unidos y la OTAN, según datos de la ONU, fue de más de 38,000. Amnistía Internacional estima en 150,000 muertos entre civiles y militares, de los cuales 60,000 pertenecían a las fuerzas de seguridad de Afganistán. Obvio, son países lejanos y ajenos a la “civilización judeocristiana” cuya tragedia no inmuta al mundo occidental.

En la Guerra de Corea (1950-53) Estados Unidos perdió 54,246 hombres; en la de Vietnam (1955-1975), 90,220; en la Guerra del Golfo (1990-1991), 1,948; en la Guerra de Iraq (2003-2011), 4,431; en la de Afganistán (2001-2021), 2,442.

La anterior relatoría no es para contrapesar ni validar la “operación especial” de Rusia en Ucrania. Esta invasión es y será, en cualquier escenario, una agresión no justificada e históricamente regresiva. Una embestida genocida y desigual nacida de un orgullo hegemónico herido. La condena que faltó en Irán, Somalia, Bosnia Herzegovina, Afganistán y Siria debe imponer su enérgica voz en el mundo. Consentir este delirio es renunciar a la racionalidad.

Pero tampoco es para aceptar este falso credo de Biden: “Salvaremos la democracia (…) para proteger la libertad y la autonomía, para expandir la equidad y las oportunidades. Salvaremos la democracia” (Discurso del Estado de la Nación, 2022).

La misma retórica del redentismo “atlantista”, del “orden democrático occidental” en tanto modelo de convivencia civilizada para sus defensores. Un viejo discurso de distintos tonos (demócrata-republicano) que ha legitimado las campañas más brutales de destrucción. Esa que mitifica a Estados Unidos como paladín del “mundo libre” y califica como las fuerzas más oscuras a quienes disputan su hegemonía global; que divide al mundo en buenos y malos, en pacifistas y terroristas, en civilización y barbarie, en democracia y tiranía, en Occidente y Oriente.

Hace apenas dos semanas, el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, avergonzado por la inconsistencia de esta retórica fachosa eructó un “mea culpa”: “No promoveremos la democracia a través de intervenciones militares costosas, o intentando derrocar por la fuerza a regímenes autoritarios. Hemos tratado esas tácticas en el pasado (…), y no han funcionado. Ese tipo de intervenciones, que han marcado la política exterior durante décadas tanto en Latinoamérica como en Oriente Medio, entre otras regiones han dado mala fama a la promoción de la democracia y han perdido la confianza del pueblo estadounidense”.

Esta es una guerra entre Estados Unidos-Europa y Rusia. Ucrania es un pretexto. Son esas naciones las que deben airear un diálogo global que evite la confrontación directa y auspicie un plan de seguridad euroasiática más allá de las tensiones de hoy. Dejar a los invasores que determinen el destino de Ucrania es tan cruel como sacarle ventajas geopolíticas a una Rusia disminuida pero nuclearmente armada. La expansión de la OTAN es también del legítimo interés de Rusia y del equilibrio mundial. Desconocer esa preocupación no es razonable como tampoco lo es invadir una nación indefensa por tomar una decisión soberana (la adherencia a la OTAN). A la postre, se trata de una lucha de hegemonía en un mundo que todavía lidia con los resabios de la guerra fría. Y es que, mientras haya armas nucleares en poder de naciones, cualquier acción particular debe provocar una alerta global. Este no es el momento para propaganda ideológica de ningún lado (oeste-este) ni tampoco para la “diplomatic hypocrisy”. Lo que está en juego es algo más que los delirios de Putin; es la seguridad planetaria. Por: José Luis Taveras [Diario Libre]

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