lunes, junio 17, 2024
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Cinco millonarios en el fondo del mar, matarile-rile-rile

La cápsula de fibra de vidrio del pobre submarino Titán sufrió una implosión, que es lo contrario de una explosión, pero se le parece mucho. La tragedia tiene el punto irónico que a veces concede el destino a algunas desgracias extraordinarias en la manera en la que hundirse junto al «Titanic» supone un infortunio reiterativo.

No quiero entrar en las razones del accidente. Al fin y al cabo, todas las cosas pasan porque pueden pasar. Pero desde que se perdió el «Titán» en su oscuridad de sonidos abisales, de angustias y esperanzas submarinas, andan merodeándole los tiburones, opinando.

Les llamaban imprudentes que cinco tipos se metieron en un submarino pagando, y creen que es una locura otros tipos que se fuman un paquete de tabaco al día y, estando en la bañera, intentan coger la toalla del lavabo, así estirándose de puntillas a ver si llegan.

Esa sí debe parecerles una muerte razonable: morir alcanzando una toalla. También se podrían hacer chistes con esas muertes: «Fulano alcanzó la toalla y la gloria». En realidad, todas las muertes son absurdas y en todas cabe un chascarrillo. Hasta los decesos más comunes admiten una chanza. De las muertes más longevas se podría decir que murió fulano, al fin.

Me costó un par o tres de pintas entrevistar al científico Aubrey de Grey, que llevaba una barba fina y larga como de trompetista chino de jazz. Me dijo que, si la ciencia considerara la vejez como una enfermedad y no como algo asumible, pondría los remedios para detener los efectos del paso del tiempo en nuestros cuerpos y nuestros hijos conocerían la eternidad. Saber que uno va a vivir para siempre convertiría el mundo en un sitio aburrido porque nadie se atrevería a jugarse la vida.

Dicen que, si comes perfectamente y haces una hora de ejercicio diaria, no te mueres nunca. Yo por si acaso, no voy a hacer la prueba. Tampoco me voy a meter en un submarino a 3.800 metros de profundidad, pero quién soy yo para dar lecciones de prudencia si me quedan trece días para asomarme a la Cuesta de Santo Domingo con el corazón en extrasístole como si me hubieran disparado en el pecho con una pistola taser.

Digo que se hace mucha broma sobre los del submarino. Sobre todo, porque pagaron mucho dinero para morir y eso al parecer los hace susceptibles de merecer el cachondeo. Ah, qué idiotas, dicen, mirad estos gilipollas, eh 20.000 burgueses de viaje submarino, pringados. Aquí se desvela un duelo censitario por el que solo cabe un llanto pleno ante la muerte del pobre y nunca del rico, del que la muerte siempre se matiza.

Si uno es pobre, se muere la mar de tranquilo, porque su desaparición siempre será una desgracia, pero si es rico, enseguida empiezan a tomarle a uno las medidas los cortadores de trajes de la maldita opulofobia, el odio al cochino rico del que mi Españita está enferma cuando celebra que en este mundo haya cinco millonarios menos.

¿Dónde están los millonarios, matarile, rile, rile? Si echas las cuentas, se hicieron menos chistes con la muerte y enterramiento en alta mar de Bin Laden que con estos pobres desgraciados del submarino que la presión del océano aplastó como un paquete de tabaco vacío.

No es que no les duela que murieran cinco millonarios, es que parecía que se estaban alegrando. Cabría avisarles de que en el planeta hay cinco ricos menos, pero el mismo número de pobres. Por: Chapu Apaolaza [La Razón]

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