Cuando seamos viejos

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Que nos llamen viejos o ancianos, que es una bella palabra. “Adultos mayores” es una redundancia, aparte de que no existen los “adultos menores”. “Personas envejecientes” da un poco de dentera, parecería que hay alguien derritiéndose en ese preciso momento. “Tercera edad” pareció una novedad irresistible, hasta que hubo que inventarse la cuarta, como si de etapas geológicas se tratara.

Las palabras no necesitan tanto arreglo como se empeñan en asumir algunos. Es tedioso hablar siempre en circunloquios y palabras inventadas para conceptos que no son nuevos.

La vejez es lo que es. Otra palabra no la hace mejor o peor. Puede ser, incluso, la mejor etapa de la vida, achaques aparte, dicen los más sabios. Y no hay tal cosa como un viejo tonto. El que es tonto de viejo es muy probable que lo haya sido toda la vida.

La vejez abandonada en los asilos, los viejos ultrajados por débiles, por indefensos. Las viejas presumidas y despistadas que se ríen recordando pecadillos de juventud. Las viejas de hermoso pelo blanco y muchos hijos postizos. Los viejos que se toman de la mano y no discuten porque uno de los dos es sordo y no vale la pena el esfuerzo. Los abuelos enamorados de los nietos, la frágil anciana de mirada perdida que pide limosna en un semáforo. Los viejos con planes, las viejas en el gimnasio. Los que siguen enseñando, los que siguen aprendiendo. Los viejos obligados a trabajar, los que se inventan una nueva vida. Los olvidados. Los venerados.

¿Por qué ese miedo a las palabras? ¿No es el tono el que ofende? Son ancianos, viejos. Con cariño, con respeto. Por: Inés Aizpún [Diario Libre]