Hoy debemos ser cautos al hablar o escribir. De la nada puede salir alguien ofendido. Habitamos un mundo de derechos con gente dispuesta a defenderlos a mordidas. Son muchos los colectivos de identidad que reclaman espacios. Unos buscan la igualdad y otros que se les reconozcan sus diferencias. En esa dinámica el lenguaje debe manejarse correctamente, es decir, con “respeto a la diversidad”.
He tratado cercanamente a homosexuales y lesbianas. Convivo con agnósticos y ateos. Coexistiría naturalmente con transgéneros, bisexuales, pansexuales o con gente de cualquier otra preferencia. Su elección es y seguirá siendo una condición no esencial que en nada matiza, distrae ni inmuta mi trato. Compartimos la misma dignidad, como para no pensar en diferencias discriminatorias.
Soy un feminista no dogmático, que no necesita de pretextos ideológicos para entender y defender a la mujer privada de derechos, oportunidades y accesos. Eso en cambio no me hace perder las diferencias que impone el género natural. En lo que no estoy de acuerdo es en involucrar al lenguaje en ese debate. El idioma es de todos o todas, no de “todes”. La pretendida neutralidad (o peor: la inclusividad) me parece absurda. Para mí es una cuestión ociosa que le roba atención sustantiva a la lucha de los derechos de la mujer, con permiso del eufórico activismo feminista. Y no entro en la controversia. Sería reconocerle el valor que le niego. Me limito a endosar la posición de la Real Academia Española. Eso no me impide aceptar, en cambio, el mérito “ideológico” que hoy tienen los códigos de las formas, el lenguaje y la representación en un mundo que decidió suplantar las doctrinas por los estereotipos (imágenes envasadas). Una simplificación catastrófica.
Las formas, las imágenes y el lenguaje conforman el colectivo ideológico de los tiempos. Para Bukele, por ejemplo, importa tanto su palabra provocadora como su gorrita al revés o su impecable barba de millennial exitoso. Esa apariencia les airea a los salvadoreños la ilusión de haber cerrado un viejo ciclo bipolar de izquierda y derecha. Quizás sea el mismo autoritarismo con otro estilo. Tal vez sea otra forma de la misma cosa. Ojalá que no. Pero Nayib no precisa proponer una nueva cosmovisión ideológica. La gorrita sintetiza a su manera esa impresión. Y hay mucha gente a la que, ante el fracaso de las ideologías, eso le basta. La conexión inmanente del líder con el pueblo reside en esa “simbología afectiva”.
Hace unos días, en una de sus aburridas y mañaneras ruedas de prensa, el presidente mexicano, Manuel López Obrador, daba cuenta de una llamada que recibió del nuevo presidente peruano, Pedro Castillo, quien procuraba su apoyo frente a presuntas intenciones golpistas de un sector del poder. Una de las preocupaciones reveladas por Castillo a su homólogo mexicano era la pretensión de cierta gente insubordinada de “quitarle el sombrero”. Según López Obrador, Castillo le dijo: “Me querían quitar el sombrero, que yo no entrara a Palacio con sombrero y les dije: si me quitas el sombrero, como yo soy autoridad te voy a sancionar. Y no se atrevieron”.
¿Qué valor puede tener un sombrero como para plantear un problema de seguridad política que reclame la solidaridad internacional? Justamente es lo que he llamado la ideología de las imágenes (que incluye el lenguaje). El espantoso sombrero del mandatario peruano que para mí y muchos es una ociosa extravagancia representa el mando de un campesino en la gestión del Estado, ese que por décadas estuvo dirigido por un núcleo de la oligarquía urbana. Un sombrero que molesta a unos y agrada a otros, y que puede ser responsable de un juicio político por el Congreso, en un país donde destituir a un presidente es tan fácil como quitarse el sombrero.
El manejo del lenguaje es crítico en la valoración política. Y es que hasta para hacer un chiste hay que pensar quién podría resultar agraviado. Parece importar más cómo decir que lo que se quiere decir. Nos estamos perdiendo entonces en el quebradizo mundo de las formas. Es más, la política de hoy es en gran medida el arte de bien manejar las correcciones.
Muchos de los que gobiernan lo están solo porque supieron gestionar los estereotipos que construyen la pluralidad colectiva, aunque no sean los líderes más idóneos. Por eso no es fortuito que muchos procuren identificarse con reclamos, causas, imágenes, gorras y sombreros que den bonos, aunque no crean en ellos. Podría decirse que así ha funcionado siempre la demagogia política, pero el problema de hoy es que al concurrir en las decisiones colectivas tantos grupos de afinidades y colectivos de derechos el valor de sus estereotipos distintivos crece e influye. Al final a la gente le provoca que el político hable en su lenguaje, por un imperativo más afectivo que racional, aunque poco o nada haga a su favor. A veces nos da la impresión de que los pueblos disfrutan el autoengaño. Los venezolanos resisten una tiranía que en sus inicios lució sus mejores emblemas sociales; hoy se dan cuenta de que todo era un juego seductor de simbologías míticas. Por: José Luis Taveras [Diario Libre]