La corta de leña

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Al salir el sol, a la misma hora que sonaba en el pueblo la cuerna del cabrero, ha llegado a casa el camión de la leña. Con la electricidad por las nubes, de alguna forma habrá que pasar el invierno. La mañana es cárdena. Hace un frío que pela. A., el leñero, viejo conocido, se queja del dolor de espalda. Ayer tuvo que ir a urgencias. Dice que lo suyo es degenerativo y que no tiene remedio.

Viene con su hijo, un muchacho joven y apuesto, que ha dejado los estudios para ocuparse del negocio del padre. «Así tendré trabajo», me dice. Un olor familiar a majada y a heno sube de los troncos recién apilados y me traslada al ancestral rito de la corta de la leña en el pueblo.

La corta era uno de los sucesos más esperados del otoño avanzado, cuando la nieve amenazaba ya por los altos. Todo el pueblo acudía a la dehesa comunal. Era una fiesta primitiva. Las familias se reunían en torno al mantel de cuadros tendido sobre la hojarasca. El bosque se llenaba del ruido –tac, tac, tac…– de las hachas invisibles. Luego se apilaban los troncos, se numeraban y se sorteaban. Por eso los montones llevaban un número y se llamaban suertes.

Cada año se talaba un espacio determinado del monte, que se establecía por orden riguroso, dejando las guías jóvenes del robledal para que fueran desarrollándose. Así el bosque estaba siempre intacto. Era una costumbre ancestral transmitida de una generación a otra, que tenía un gran valor ecológico. Aquellos campesinos no necesitaban de ninguna Greta Thunberg. Habían descubierto la manera más ecológica de conservar el monte y sacarle provecho sin asistir a cumbres del clima, en las que el interés particular suele prevalecer sobre el bien general.

El progreso manda. Gigantescos aerogeneradores y anchos caminos para que pasen las máquinas amenazan con destruir ahora aquel rico ecosistema de que hablo, cuidado durante siglos, compuesto por robles, sabinares, mimbreras, maguillos, espinares, arces y praderas. Arruinarán el monte y deformarán el paisaje milenario con el dinero de Europa y el aliento de las autoridades.

Tomo unos troncos de los que acaba de traer A., el leñero, a dieciséis céntimos el kilo. Los acaricio. Observo su antigüedad en las circunvalaciones del corte, enciendo la chimenea, aspiro el olor de la lumbre, tan familiar, que me traslada a la infancia lejana, y me quedo pensando en la inanidad de la política, en lo que va de ayer a hoy y en el ardiente estallido, incontenible, de la Naturaleza en el volcán de La Palma. Por: Abel Hernández [La Razón]