La Historia, «Maestra de la vida»

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El hombre no limita la disciplina de la Historia –«maestra de la vida»– a una mera sucesión cronológica de acontecimientos que han sido de interés general por las consecuencias provocadas por ellos, –lo que sería propio de un mero registro administrativo–, sino que intenta discernir acerca de cuáles y por qué han sido las causas generadoras de ellos. Cuando más allá de las causas debidas estrictamente a la naturaleza, y que son propias de los acontecimientos naturales, existen motivaciones que responden no simplemente al orden natural, sino que obedecen a impulsos de la voluntad humana, nos adentramos en el ámbito más propio de la Filosofía de la Historia, que ya es un estadio superior del estudio de la misma.

No obstante, ahí no se agota la investigación científica humana, o mejor no debe detenerse ahí desde una cosmovisión trascendente de la persona y la sociedad. Sería ya el ámbito propio de la conocida como «Teología de la Historia», que incluye la –normalmente invisible a los ojos– actuación del «brazo de Dios» en la misma. Los fundamentos de esta disciplina también conocida como el «Sentido cristiano de la Historia» los estableció el Obispo de Hipona, escritor, filósofo y teólogo de la Iglesia ahora conocido como San Agustín, en los últimos años de su vida a comienzos del siglo V. Le tocó vivir un tiempo decisivo del Imperio Romano que requería de una respuesta a la pregunta que los filósofos de la antigüedad se habían planteado y para la que no se alcanzó respuesta convincente: «¿Tiene sentido la Historia?, y si lo tiene, ¿cuál es este…?».

A comienzos del siglo IV, las persecuciones de Diocleciano, más crueles que las de Nerón, impedían el testimonio y la práctica pública de la fe por los cristianos, hasta que en 311, el Edicto de Milán del emperador Constantino establece la libertad religiosa en el Imperio. Le siguió el Edicto de Tesalónica del Emperador hispano Teodosio, que fijó el cristianismo como religión oficial de Roma, de tal forma que en menos de un siglo habían pasado los ciudadanos romanos de un extremo al otro en el ejercicio de la libertad religiosa.

Pero no acabó ahí el cambio, porque poco después Alarico I saqueaba la urbe capital del Imperio, lo que llevo a la ciudadanía a interpretar que lo sucedido había sido «una venganza de sus anteriores dioses por haberlos abandonado». En esa coyuntura histórica emergió San Agustín dando en la monumental obra «La Ciudad de Dios», la respuesta acerca del sentido de la Historia humana. De discernimiento muy actual y necesario. Por: Jorge Fernández Díaz [La Razón]