Recientemente muchas voces se han expresado con relación al tema de la aprobación por la Cámara de Diputados de un fideicomiso público constituido por el Estado para las muy conflictivas plantas de generación a carbón de Punta Catalina, unas por oportunismo político, otras por justificado cuestionamiento ante un hecho importante y una figura jurídica desconocida para muchos y de reciente existencia en nuestro ordenamiento jurídico, otras para contribuir con sus aportes a la discusión, y algunas que por motivos personales añaden el elemento de retaliación.
La idea que la mayoría de la gente tiene de un fideicomiso está ligada a su modalidad sucesoral, por eso, aunque desconozcan sus particularidades entienden que es una figura mediante la cual personas aseguran la preservación de un patrimonio importante y la buena utilización de este por parte de sus sucesores en base a unas reglas definidas y unos mandatos concedidos a un administrador o fiduciario.
La preservación de un bien público en nuestro país de débil institucionalidad va más allá de los mandatos constitucionales que ordenan la aprobación por el Congreso de los contratos de enajenación, pues todos sabemos que en muchos casos el patrimonio nacional ha sido enajenado o comprometido bajo la aprobación de legisladores que, por líneas partidarias, falta de responsabilidad o prebendas han aprobado transacciones lesivas.
Por eso no basta con centrarse en garantizar que las plantas continúen como propiedad del Estado, sino que también es importante recordar que un activo operativo como este requiere de buena gestión, debida planificación, mantenimiento, contratación efectiva de todas las coberturas de seguros necesarias, adquisición oportuna de todos los insumos para su producción, reparación y sustitución de piezas, equipos entre otros, todo lo cual requiere de importantes sumas de dinero, las cuales aunque en principio deberían salir de sus propios ingresos por venta de energía y potencia, en un país con tantas necesidades y serias limitaciones presupuestarias, el riesgo de que esos ingresos sean utilizados para otros fines, de que no se cobren o se desvíen para ser usados en clientelismo o en corrupción, y de que no se realicen los mantenimientos y reparaciones puntualmente es muy alto, y por eso separar su patrimonio y ponerlo bajo una administración fiduciaria es un instrumento adecuado para evitar que como ha acontecido en el pasado con otras plantas del Estado, no terminen siendo inoperantes o reducidas a chatarras, o peor aún que sus cenizas no se conviertan en un pasivo medioambiental que nos afecte a todos.
Que las presentes autoridades estén buscando como expresa el objeto del contrato de fideicomiso la “creación de una estructura de gestión independiente para la administración del Patrimonio… con el fin de asegurar la adecuada operación de la Central …, así como la ejecución de las actuaciones y obras necesarias para su conservación y mantenimiento”, en momentos en que de forma patética se ha puesto en evidencia los altísimos niveles de corrupción que existían en el sector eléctrico debe ser motivo de tranquilidad ciudadana, como también debe serlo que independientemente de cualquier mención que contenga dicho contrato de fideicomiso público, el único beneficiario de ese patrimonio es el Estado como está claramente establecido.
Ojalá que la discusión que se ha suscitado, luego de más de 8 años de utilización de la figura del fideicomiso público que se estrenó en octubre de 2013, sirva para comprender mejor los beneficios de esta, para establecer las normas que deben regularla haciendo acopio de las experiencias en la región, y dejar atrás interpretaciones incorrectas y acomodaticias como que su deuda no es pública, como se dispuso en el pionero de RD Vial. Al fin y al cabo, lo que debemos perseguir es preservar este activo, pero preservarlo en el buen sentido de la palabra, para que funcione y opere debida y transparentemente por el tiempo de su vida útil, y no cabe duda de que constituir un fideicomiso público puede ser la mejor vía para alcanzar dicho objetivo. Por: Marisol Vicens Bello [El Caribe]