Según registro histórico, hace más de dos siglos que Friedrich Schelling inquirió sobre por qué al filósofo le era casi imposible escribir igual como hablaba para prescindir del esoterismo lingüístico prevaleciente en semejante disciplina academicista. Así, Günther Anders, un epígono suyo, intentó tratar temas inextricables en lenguaje común, a ver si lograba hacerlos inteligibles al conglomerado de la gente ordinaria, aunque tal vez quedó muy lejos de obtener el resultado programado en su prosa de talante educativo.
Como el derecho fue desgajado de la filosofía, tal como también ocurrió con casi todas las disciplinas cientificistas, existe de suyo un elenco de conceptos y categorías que constituyen para el conglomerado común de la gente una especie de lenguaje esotérico, cuya inteligibilidad le resulta muy compleja, pero que para el jurista bisoño o avezado se trata de gimnasia intelectual o actividad de alto contenido lúdico.
Siempre ha sido dicho que toda ciencia amerita contar con objeto cognoscente, metodología indagatoria, lenguaje especializado y autonomía didáctica. Luego, viendo tales presupuestos, nadie en sano juicio osaría negarle semejante categoría al derecho actual, pero tampoco concitaría validez regatearle esa nomenclatura a la otrora jurisprudencia, por cuanto así fue conocida desde antaño semejante área del saber humanal.
En nuestros días, tal como sucedió ayer con la filosofía, existen conglomerados de gente con mente amueblada y de saber nesciente que critican la terminología esotérica del derecho, hasta el punto de procurar que los juristas dejen de usar los conceptos y categorías propias de las ciencias jurídicas para que en lugar de semejantes vocablos los jurisprudentes apliquen en los instrumentos prescriptivos y en sus cátedras docentes el lenguaje común.
Aun cuando sea un aserto perogrullesco, cabe contraargumentar que ningún saber académico puede dejar de usar la discursiva que le es inherente con su aparato conceptual y categorial, lo cual implica que el jurista quedaría inerme si renuncia a los pertrechos propios de las lides judiciales o de su trabajo intelectual, pero además sin arsenal lexical, lenguaje especializado o prosa tecnificada, entonces el derecho vendría a perder la cientificidad y profesionalidad.
Como el derecho nunca podría renunciar al lenguaje que le es característico, aunque sea visto por el ciudadano profano como esotérico, arcano, oscuro o tecnicismo indescifrable, el jurista que se desempeñe en la abogacía, judicatura, magistratura, notaría, o bien en la legislatura u otras áreas de la administración pública, debe entonces educarse en los vericuetos de la retórica en su versión escrita u oratoria para que su discurso resulte inteligible.
En pro de la inteligibilidad, un elenco de juristas expertos en estilística forense, tales como Joaquín Bayo Delgado, Manuel Olivencia Ruiz, Perfecto Andrés Ibáñez, Antonio Hernández Gil, Joaquín Garrigues y Luis María Cazorla Prieto, entre otros, han trazado pautas orientativas en sentido retórico, de suerte que preconizan aligerar la carga argumentativa ínsita en las piezas escriturales y en las ponencias propias de la oratoria, lo cual implica morigerar la verborragia y farragosidad discursivas para entonces decantarse por la sobriedad y esencialismo expositivos.
Contrario a tales consejos, el jurista formado en la tradición jurídica romano-germánica ha adoptado el falso saber de qué su pieza escritural o ponencia oratoria para que sea persuasiva o convincente debe pesar por su volumen luengo o extensivo, sobreabundancia, grandilocuencia, verbosidad y artificiosidad, aunque ocupe cantidad inmensa de folios o páginas, lo cual riñe con la brevedad, claridad, precisión, concisión y hasta con la corrección sintáctica y semántica.
Ahora bien, como ninguna prosa especializada suele ser autónoma, porque depende del lenguaje común, cabe dejar entonces como enseñanza maestra que todo jurista tanto en la confección compositiva de sus textos expositivos como en sus ponencias oratorias queda compelido a reivindicar el acervo lexical propio de la profesión asumida, pero a la vez debe hacerlo con corrección gramatical.
En letras finales, sabiéndose que la brevedad es el manjar de los jueces, urge entonces que el jurista pueda aprender a decir amplio contenido sustancioso con sobriedad lingüística, lo cual implica abandonar el antiquísimo estilo forense, pero además cuidarse de usar solecismo, galicismo, anglicismo, extranjerismo y latinismo innecesario, en busca de que prevalezca el pragmatismo discursivo para privilegiar la finalidad expositiva, utilidad y pertinencia de la aplicación racionalizada de las categorías propias de la lengua vernácula, máxime en la sociedad hodierna, cuando el tiempo es bastante precarizado. Por: Daniel Nolasco (El Caribe)