Pecado de soberbia

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Según nos relata la Biblia, el primer pecado del que tenemos memoria histórica fue causado por la soberbia. La rebelión de Lucifer contra Dios –pese a cierta niebla que envuelve el relato– se originó antes de que Adán y Eva hicieran su aparición en la Tierra. Desde aquel instante, la soberbia de los líderes y sus pueblos ha sido una terrible fuerza en la historia; sus consecuencias, frecuentemente, fueron muy negativas.

Miles de años después de este primer pecado de soberbia, hemos presenciado otro protagonizado por un Presidente norteamericano y su todavía vivo Secretario de Estado, cuyos resultados estamos empezando a vivir con ansiedad. Me refiero al Presidente Nixon y su Secretario Kissinger que allanaron el camino para que China se convirtiera, no ya en una gran potencia, sino en el rival de los EEUU por el liderazgo mundial.

Nixon y Kissinger jugaron a ser dioses, pero se equivocaron pues en su soberbia les faltó horizonte histórico. Y esto no lo suelen perdonar los dioses de la geopolítica. Ni los hombres que obedecen sus implacables leyes.

En la mentalidad de la década de los setenta del pasado siglo, la Guerra Fría –el contener a la Unión Soviética– era el paradigma básico de las sucesivas administraciones norteamericanas. Por eso al Presidente Nixon le pudo parecer una posibilidad tentadora el privar de un importante aliado a la URSS. Este aliado era, naturalmente, China, con un gobierno de ideología comunista afín al de Moscú, pero que simultáneamente también era un rival geopolítico histórico desde los tiempos de la expansión rusa hacia la despoblada Siberia.

Esta rivalidad soviético-china se venía manifestando claramente a partir de 1960 y evidentemente ofrecía a la administración Nixon la oportunidad de atraer a su campo al gigante asiático. Pero tanto en el ajedrez como en geopolítica hay que visualizar las jugadas posteriores al movimiento inmediato. Algo así pasaría también después en Afganistán con la ayuda de la CIA a los muyahidines para que derribaran los helicópteros soviéticos. Transcurrida una década –en el 2001– aquellos muyahidines transmutados en talibanes fueron determinantes en los atentados del 11 de Septiembre.

En el caso de China, el inmenso número de sus habitantes –1400 millones, más de cuatro veces los norteamericanos– hacía presagiar que si lograban acercar su riqueza –el PIB per cápita– a ellos, se iban a convertir no solo en un serio competidor sino también en un posible rival.

Como disculpa a haber facilitado la ascensión china hacia este liderazgo, cabe imaginar que la suposición de Nixon/Kissinger y la de sus sucesores fue que una vez que China fuera prospera, iba a adoptar dócilmente el sistema democrático y las reglas de comercio y financieras implantadas por los norteamericanos a partir del final de la 2ª Guerra Mundial. Esto es un craso error pues las naciones –democracias o autarquías– adquieren el poder para ejercerlo, no para agradecérselo a su maestro o predecesor.

Los propios EEUU son un claro ejemplo de ello y los españoles –Cuba, Filipinas– fuimos testigos de excepción de los pocos escrúpulos legales que tiene un líder emergente. Ud. podrá decir, querido lector, veo este pecado americano, pero ¿dónde está la soberbia?

La soberbia radica en suponer que el sistema democrático representa la máxima aspiración de los pueblos sea cual sea su situación, cultura o historia. Tanto en Oriente Medio como en Asia estamos comprobando últimamente que alcanzar la versión occidental de la libertad individual no es el anhelo de muchos de sus habitantes que suelen anteponer religión y tradiciones a democracia. El que, a los occidentales, en general, nos haya funcionado no significa que a los demás les sirva para convivir.

Esta fallida hipótesis de que cuando los chinos fueran ricos se iban a convertir en demócratas, ignoraba además su intenso nacionalismo y el profundo sentimiento de agravio por el «siglo de humillaciones» sufrido por el Reino del Medio. Medio, entre la Tierra y los Cielos según su hondo sentido de excepcionalidad.

El grave error geopolítico de impulsar y acelerar el ascenso –por otra parte, quizás inevitable a más largo plazo– de China a partir de 1971 es una responsabilidad que recae conjuntamente en las sucesivas administraciones norteamericanas, aunque las consecuencias las vayamos a sufrir todos. Consumido el momento unipolar de los EEUU en tan solo una mera década, hemos entrado sin duda en un periodo de confusión y riesgo mientras las nuevas reglas de comercio y financieras se adaptan a los cambios en el liderazgo mundial.

Los norteamericanos tienen una especial responsabilidad en acomodar al hegemon que ellos mismos han creado pues ellos abrieron la puerta a China y en lugar de un manso colaborador, entro un aspirante a rival. Y los europeos, que hace tiempo hemos renunciado a cualquier tipo de liderazgo mundial, salvo quizás el moral, deberíamos colaborar para que no haya más errores geopolíticos similares a los del Presidente Nixon y sus sucesores y caigamos en una Guerra Fría –o algo aún peor– contra ellos. Por: Angel Tafalla [La Razón]