Se equivocan

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No soy ingenuo: cuando confío en alguien o algo es porque hace tiempo lo vengo estudiando. Suelo andar con la sospecha en el entrecejo y advertido por los instintos. Para colmo, me confieso devoto de la Ley de Murphy, condición que me hace presumir siempre el peor escenario. Leo entre líneas y mientras escucho interpreto el semblante. El lenguaje de las emociones es tan quebradizo como delator.

Esta vez no es la excepción y tiene que ver con Luis Abinader. Confiando en mis intuiciones, apenas le suponía condiciones para presidir un gobierno de pálida transición. Total, después del pandemonio de corrupción que se entronó como fortín en el Palacio Nacional lo óptimamente esperable era una gestión de correcciones aparentes. Y ni eso: los viejos perremeístas, acostumbrados a las porfías, venían con rebosadas apetencias, circunstancia suficiente para abandonar cualquier optimismo. Además, la corrupción en la República Dominicana se ha afirmado como una gran distopía, un sistema totalitario, un caos ordenado repleto de etcéteras. Sus estructuras, prácticas e intereses mantienen robustas raíces. Desarticular su armazón sobrepuja la buena voluntad de cualquier hombre.

En ese cuadro presentía a un Abinader impreciso y disminuido. ¡Pero no! El hombre me ha desarmado. Y no es que esté haciendo nada del otro mundo. Entendió tempranamente que si no atendía la expectación que lo hizo presidente apenas gobernaría para su propia memoria. Sobre esa premisa, tomó la decisión de darles todos los poderes de la persecución judicial a actores que apenas conocía, consciente de que era poner en sus manos una poderosa arma para ser usada en contra de su propio gobierno. Eso no tendría mayor relevancia en cualquier otro contexto, no así en un país de tratos políticos y acatamientos despreciables donde la independencia del Ministerio Público es solo una lección del derecho. Fue una jugada políticamente riesgosa, pero históricamente responsable. Hoy la nación cosecha sus frutos, por más denuestos que algunos le arrojen.

Lo que pasa es que nos acomodamos a los cambios favorables y ya queremos vivir como Suiza sin cruzar el Atlántico. Olvidamos con facilidad el pasado y siempre sospechamos intenciones subyacentes en cualquier decisión que se aparta de la rutina. Luis Abinader quiere dejar, al menos en ese ámbito, un legado memorable. El hombre promedia doce horas diarias de trabajo en las que abre entre ocho y doce agendas, consulta más de lo necesario y comparte ideas que no siempre podrá ejecutar. Su intensidad es inagotable. Un esfuerzo de ese empuje no es para diluirlo o comprometerlo por adeudos personales.

El presidente está sinceramente comprometido con la lucha en contra de la impunidad pasada y presente. No con la presteza ni consistencia que queremos, pero sí con trazos seguros. En ese empeño tiene cada vez más obstáculos y menos amigos.

Una buena parte de sus funcionarios lucen desconcertados. Llegaron con las expectativas de hacer lo que siempre se ha hecho, pero “las nuevas circunstancias” los tienen frenados. Otros ven evaporar los aportes de campaña sin la posibilidad de sacarles, en tiempo y cantidad, los rendimientos esperados, obligados a conformarse solo con sus sueldos o exhibir la placa de funcionarios públicos.

El presidente poco a poco se va quedando solo. Tampoco tiene un enlace oficial con el Ministerio Público. Creo que debe contar con un intermediario independiente para asuntos que escapan a la persecución judicial, pero ni eso. Está obcecadamente negado. El asunto es un tabú. No hay comunicación con la Procuraduría, ni viceversa, me consta.

Al Gobierno de Luis Abinader se le pueden criticar muchos desaciertos, como imputar algunas destemplanzas, pero insinuar que el presidente mueve desde las sombras las investigaciones judiciales en contra de exfuncionarios es desconocer, al menos, su terca determinación, mucho más el carácter metálico de los que actualmente dirigen el Ministerio Público. Se equivocan.

Cada vez que escucho a cierta gente decir que el propósito de las investigaciones es arrimar al PLD, me río, como si las evidencias, las delaciones y los testimonios se fabricaran o fueran humaredas de una imaginación febril. ¿Alguien ha querido, fuera de sus autores y beneficiarios, que la familia del expresidente Medina se involucrara en una trama de defraudación pública? Obvio que no. No hay expedientes sin hechos ni investigaciones sin razones, y en estos casos, más los que vendrán, hay hechos y razones soportados en evidencias, esas que un tribunal deberá valorar en un proceso revestido de todas las garantías.

Hay algunos que piensan que el valor de esta decisión ha sido sobreestimado y para redimir algunas desatenciones del Gobierno. Desconozco si ese es el propósito, total, esa es una valoración política y circunstancial; ahora, de lo que estoy absolutamente persuadido es de que el camino elegido llegará a un punto sin retorno y que en el futuro la sociedad le reclamará a cualquier gobierno mantener o fortalecer ese logro institucional. De hecho, ya hoy se demanda actuaciones más diligentes y eficaces. Ese es un hándicap para aquellos que ya fueron gobierno y que poco o nada hicieron para combatir la impunidad; al contrario, al amparo de ella cometieron toda suerte de desafueros que en buena lid esperan investigaciones. Para su desgracia, el tema de la corrupción y la impunidad no perderá vigencia electoral y será factor de primera atención para medir el desempeño de cualquier gestión.

En este Gobierno hay y habrá gente corrupta, lo sabemos; la diferencia es que en las pasadas gestiones no se realizaban auditorías o las que interesaban se maquillaban —basta considerar que el Ministerio de Educación, receptor del 4 % del PIB, acumuló ocho años sin ser auditado—, pocos rendían cuentas, no se investigaba a nadie —a menos que hubiera algún escándalo público—, los funcionarios se asumían como potentados de sus ministerios y la Procuraduría, en materia de persecución de la corrupción, estaba clausurada u operaba como un centro de encubrimiento. De manera que comparar las realidades es una pretensión ridícula y fallida desde cualquier perspectiva.

Sin pretender redimir al presidente Abinader de sus pifias, no reconocerle lo que ha permitido es una avaricia. Obvio, ningún político que haya pasado por anteriores administraciones lo hará. Desacreditar este emprendimiento, por parte de precandidatos opositores, es descalificarse, por eso les aconsejo, con la misma anticipación con la que hicieron públicas sus aspiraciones, buscar otros temas de combate, porque les será tortuoso escupir para arriba sin sortear la baba. Por: José Luis Taveras [Diario Libre]