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Confianza y voluntad política

Por su actualidad recuerdo dos caricaturas del desaparecido Harold Priego tituladas “Confianza” publicadas en Diario Libre y El Caribe respectivamente en junio de 2003 y que también figuran en el tercer volumen de Diógenes y Boquechivo. Esas gráficas lustraban la situación sicológica dominicana luego de la devaluación del peso tras la crisis bancaria que desestabilizó al país. Instantes visuales que capturaban lo que habíamos perdido entonces: ¡Confianza!

En la primera Diógenes, único personaje en escena, como buen filósofo, reflexiona y se dice que para dar confianza es necesario tenerla; en la otra, representantes de diferentes sectores sociales se precipitan para cerrar el grifo de la confianza que, como agua, se desperdiciaba a borbotones.

El petroglifo es una de las artes más antiguas que se conocen en la historia de la humanidad, suerte de grafiti que abundaba en las cavernas, verbigracia la Cueva de las maravillas en las inmediaciones de San Pedro de Macorís, para dar cuenta de las actividades de nuestros ancestros. Con el tiempo y el desarrollo del arte esas gráficas de las cavernas han pasado a los muros de las ciudades, pero también a los trenes y todo cuanto soporte el deseo de expresión de “artistas” anónimos que, con sus limitaciones, también hacen opinión como las caricaturas de periódicos. Harold Priego, en sus grafitis periodísticos reunidos en Diógenes y Boquechivo pone sobre el tapete la recurrente falta de confianza de que adolece hoy la sociedad dominicana.

La confianza es una abstracción intangible y, como tal, los filósofos y sicólogos que se han esforzado en explicarla, desde los tiempos más remotos de la Antigua Grecia pasando por la Roma de los Césares y el Siglo de las Luces hasta nuestros días, concluyen que en la confianza radica el desarrollo de los pueblos. En países donde se ha perdido ese elemento intangible que alimenta la esperanza, que da seguridad cuando vamos a realizar una operación comercial o espiritual, que hace duradero el amor; que nos permite presumir que el prójimo no nos va a traicionar, que nos da ánimo para concluir lo que comenzamos y nos permite creer también en otra abstracción: la libertad que cuando se pierde arrastra consigo la democracia.

Esas caricaturas, repito, no han pedido actualidad. Harold Priego tiene razón: ¡Hemos perdido la confianza! Diógenes, su personaje, como su referencia helénica, es cínico. No acusa. No es su función.

Hemos perdido la confianza porque hemos contribuido para que así sucediera; porque hemos dejado que políticos inescrupulosos se apoderen del Estado; porque nadie se preocupa por corregir a los que violan algo tan simple como las leyes de tránsito o, menos aún, en castigar a los corruptos que se alzan con el dinero público, el de nuestros impuestos. En República Dominicana se ha instalado un laisser-aller que denota la pérdida de la confianza que, desde la crisis bancaria de 2003, pasando por aquella disolución de la Cámara de Cuentas, por innecesarias reformas constitucionales, por la anulación de elecciones municipales y por una corrupción administrativa a ojos vistas; también por las exacciones de la policía y el absurdo asesinato de una joven arquitecta en las inmediaciones de Boca Chica al final del verano pasado.

Los dominicanos no creen en los diputados ni en los senadores; en la Junta Central Electoral y la lista es larga. Sin embargo, estaríamos a tiempo para recuperar la confianza si existiera una voluntad política capaz de olvidar los intereses y ambiciones personales. Fue por la pérdida de la confianza después de la Gran guerra de 1918 que Hitler llegó al poder en Alemania; que Trujillo, después que Horacio Vásquez prolongara su mandato, se impuso en República Dominicana, que Fujimori en Perú, y Chávez en Venezuela, se beneficiaran también de la falta de confianza en políticos y partidos tradicionales.

La desconfianza hace frontera con la paranoia. Sólo una firme voluntad política puede abrir las puertas de la esperanza, lo último, dicen, que se pierde. La esperanza perdura si en la decisión de resolver el problema de la Educación nacional, por ejemplo, se evitara el favoritismo que ha denunciado la Asociación de profesores; si no se espera, para comenzar la reforma policial, otra tragedia como la muerte de la arquitecta en Boca Chica. Esta reforma podría atenuar las exacciones y crímenes protagonizados por agentes cuya función, se supone, es proteger la ciudadanía.

El presidente Abinader tiene la voluntad política de reformar la educación, asegurar la seguridad ciudadana y detener la corrupción administrativa. Si sus compañeros de partido y del Gobierno no convierten sus aspiraciones en demagógicas salidas políticas en busca de aplausos.

Aplausos que ciertos funcionarios judiciales, deslumbrados por el éxito de su encarnizada “lucha contra la corrupción” en la sociedad civil y, embriagados por las candilejas, no recuerdan que lo propio de la rueda es dar vuelta. Por: Guillermo Piña-Contreras [Diario Libre]

 

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