Vida en ausencia del imperio

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Todavía no hay una explicación oficial creíble a la caída del imperio de Zuckerberg el pasado lunes durante seis horas. El tipo perdió en ese tiempo 6000 millones de dólares de su propio patrimonio personal, lo que viene a ser 1.000 millones por hora, unos cuarenta o cincuenta en lo que usted ha tardado en leer hasta aquí. Imagínese qué tarde.

Porque tiene capital de sobra para que la cantidad no le arruine, pero debe doler perder tanto por un error, un fallo técnico o un boicot, cualquiera sabe. Insisto en que nadie ha dicho nada medianamente creíble más allá de algo sobrevenido durante una operación de «revisión de mantenimiento».

Y, francamente, me resulta difícil de creer que el pepegoterismo asome también por las amplias praderas tecnológicas de Sillicon Valley. Más aún cuando el apagón del imperio de Whatsapp, Instagram y Facebook, coincide con una sangría en la reputación del grupo de Zuckerberg prolongada en el tiempo más de un año.

Desde antes incluso que el documental de Netflix «El dilema de las redes sociales» generalizase la inquietud sobre las prácticas utilizadas por quienes manejan ese mercado para crear adicción.

No cesa el goteo de antiguos responsables técnicos o ejecutivos de empresas tecnológicas que desvelan las prácticas de las corporaciones para avanzar y cautivar un mercado cada vez mayor, cada vez más dependiente.

Ayer mismo, ante una comisión del Senado, una joven de 36 años, ex trabajadora de Facebook, que durante meses ha sido la «garganta profunda» de las revelaciones del Wall Street Journal sobre abusos de la compañía, reiteró que en todas las decisiones de la corporación prima el beneficio y el crecimiento sobre cualquier otro criterio.

Incluidos los daños a jóvenes o adolescentes, conscientes de la toxicidad que la red crea entre muchos de ellos. «Priman la ganancia sobre la seguridad» sostiene esta extrabajadora, Frances Haugen, que revela también cómo se busca que los clientes pasen el mayor tiempo posible conectados, aunque esto pueda devenir en problemas mentales o de dependencia.

El apagón del imperio ha vuelto a poner el foco en estas prácticas inaceptables de las que sólo se tiene noticia por denuncias de antiguos empleados y por las que Facebook o el resto de las compañías jamás ha pedido ni probablemente pida perdón. Es su negocio.

Tan vivo, tan creciente, tan incuestionablemente rentable, que la caída en bolsa de un cinco por ciento en el valor de las acciones de Facebook después del apagón ha supuesto para su presidente 6.000 millones, pero para la compañía una cantidad que oscilaría entre los 50.000 y los 10.000 millones de dólares, según el criterio que se establezca para valorar las acciones.

Es positivo, por tanto, que se airee todo esto para que la conciencia sobre el riesgo nos invite a tomar medidas para limitar en lo posible nuestra dependencia y la de nuestros hijos. Y ha sido positiva también la caída para medir precisamente esa dependencia. Desde quienes no se han enterado de nada, felices extranjeros en este imperio cibernético universal, hasta los que han sufrido ansiedad o alteraciones incluso físicas por la sensación de estar desconectados del mundo en que se mueven a diario.

Ahora ya sabemos cómo y cuánto de sometidos estamos a los designios del imperio contemporáneo. O por lo menos hemos podido hacernos una idea aproximada de lo que puede ser vivir con la ausencia de esos lazos que tanto frivolizan la amistad o el sentido del gusto. Seis horas es poco tiempo, pero han de invitarnos a una reflexión.

Si Zuckerberg ha perdido parte de su patrimonio, nosotros tenemos que revisar lo vivido esas horas para recuperar lo perdido en tiempo y afectos, que no son acciones, pero valen mucho más que el oro. Lo decía José Luis Sampedro corrigiendo a Franklin: el tiempo no es oro, es vida.  Por: Juan Ramón Lucas [La Razón]